En esta entrada de hoy daremos a conocer los relatos de los que tanto he hablado durante las últimas semanas y que me han sorprendido mucho.
Estos son los ganadores:
PRIMER CLASIFICADO
"SIN MAYORES"
POR DANIEL GUZMÁN ÁLVAREZ
El Niño disfrazado de cowboy estaba inclinado sobre el cadáver de la dependienta del supermercado y lo miraba con una imperturbable expresión de seriedad. Él no lo sabía pero era la misma expresión que ponía cuando miraba a las hormigas a través de una lupa y movía el vidrio para que la luz incinerase a los insectos, sin saber a ciencia cierta si lo que hacía estaba mal o no, si debía disfrutar o sentirse avergonzado.
Total, la había matado.
Otra vez.
Asomada por encima de su hombro estaba la Niña, disfrazada de princesa, con una vaporosa y larga falda rosa chicle y una diadema plateada que le recogía el cabello. También miraba al cadáver con curiosidad y cierto resquemor. Sus sucios bucles dorados le caían a ambos lados del rubicundo rostro, mientras sus labios se abrían y fruncían intentando encontrar las palabras.
- Por favor –dijo ella con voz asustada.- Por favor, hazlo.
- Está muerta –respondió él con desgana.
El Niño lo sabía. Cuando les daba en la cabeza se morían. Pasaba en las pelis y pasaba ahora. Para que luego dijera su madre que lo de las pelis era mentira. Por eso ella estaba muerta y ellos no.
- Ya, pero… Hazlo… para que me quede tranqui. Porfaaaa. Porfa. Porfa. Porfa.
El Niño lanzó un apagado suspiro, se puso de pie y alzó el revolver que tenía en la mano derecha. Siempre acababa haciéndola caso. Siempre. Era un blando. Sabía que era peligroso, que no debía ser un flojucho, y menos aún cuando había zombis por todas partes que te podían comer vivo, o morderte y convertirte en uno de ellos.
Pero ella le gustaba, y era incapaz de decirle que no a nada. Por eso la protegía. Por eso cuando todo el mundo se volvió loco en el colegio, y en la calle comenzaron a oírse gritos, y disparos, y explosiones, y sonidos de cristales rompiéndose, y la gente corría por todas partes, les olvidaron, se olvidaron de ellos, les olvidaron porque era de flojuchos cargar con niños pequeños y lloricas. Entonces el Niño cogió de la mano a la Niña, muy fuerte, y la abrazó, y le dijo al oído: Ven conmigo, estaremos mejor sin mayores.
Y desde entonces habían estado juntos.
La pistola era un calibre 38 de cañón corto, aunque eso el niño no lo sabía, y le daba igual. Era un arma corta para cualquier adulto, pero en las manos del Niño, aún a pesar del disfraz de cowboy, parecía monstruosa y antinatural. Salvo, quizá en EEUU.
Sostuvo la pistola con ambas manos, cerró el ojo izquierdo, se mordió una lengua y apuntó a la cabeza de la dependienta, donde el agujero de bala del anterior disparo aún humeaba.
Apretó el gatillo.
¡PUM!
La detonación fue ensordecedora. Vibrante. Siempre lo era con tanto silencio. Ese pesado silencio que inundaba la ciudad entera. El arma saltó hacia arriba a causa del retroceso, pero el Niño la controló. Cada vez era más fácil. Cada vez lo hacía mejor. La tapa de los sesos de la dependienta explotó por encima de la ceja derecha. Los sesos grises se mezclaron con la sangre negra y coagulada.
Tanto el Niño como la Niña arrugaron el rostro con cara de asco.
- Yeeeeks –dijo ella.
- Sí –concordó él.- Vámonos, anda –dijo secamente.
El ruido los atraería, pero como eran lentos y torpes tardarían bastante en llegar. Pero llegarían. Y serían muchos. Los había visto a veces, por las rendijas de las persianas de la Casa. Cabezas y cabezas de muertos que iban por las calles… un ejército. Y entonces no había silencio, había mucho, mucho ruido. Debían estar lejos para cuando eso pasara.
A ser posible en Casa.
Salieron del viejo supermercado empujando un renqueante carrito de la compra lleno de cajas de cereales, latas de refresco, bolsas de patatas fritas, latas de raviolis con tomate y mucha carne envasada al vacío. Más que supermercado era una especie de tienda de ultramarinos muy grande, un largo y oscuro pasillo con estanterías altas a los lados. Muchas latas, muchas cajas de galletas y cereales, muchas botellas de aceite y licor.
Y lo mejor de todo, un oscuro y profundo almacén lleno de más comida, al que se llegaba por una trampilla que había debajo de una alfombrilla detrás del mostrador.
Una de las ruedas del carrito estaba mal atornillada y se bamboleaba como una loca. El sonido era irritante y en opinión de la Niña, estruendoso. Le asustaba que el ruido les atrajera. Pero estaban cerca de la Casa, y esta era segura, y el Niño decía que el carrito era necesario porque llevaban mucha comida y eran muy pequeños para cargarla en bolsas, habrían necesitado varios viajes y lo mejor era hacer uno cada muchas semanas.
- ¿Quieres que te lea algo cuando lleguemos a casa? –preguntó risueña ella.
No había tele, ni videojuegos, ni dibujos animados, ni luz eléctrica, ni microondas, ni dvd o blue-ray… pero sí había libros. Muchos. Y revistas, y tebeos, y libros de cuentos… al Niño no le gustaba leer, los comics sí, de vez en cuando, y los cuentos con muchos dibujos, pero el resto le cansaban y se aburría rápidamente… pero si le gustaba, y mucho, que ella se los leyera. Cerraba los ojos y se dejaba guiar por su dulce voz a los reinos ficticios y las maravillosas historias que ella le contaba.
- ¿La Princesa Prometida, por ejemplo?
Era como cuando su mamá le contaba cuentos cuando era pequeño.
- Claro –le miró sonriente.- Lo que tú quieras –y le guiñó un ojo con cierta picardía, torpe e infantil, pero que hizo que el Niño se pusiera colorado como un tomate.
También le gustaban los besos. Habían visto películas, antes de que los zombis comenzaran a comerse a toda la gente, y sabía que si un chico y una chica se querían tenían que darse besos. Y también hacer el amor, pero cuando lo habían intentado, estando los dos desnudos, a oscuras, bajo casi doce mantas y sábanas, que cada día olían peor, había sido muy extraño. Incómodo. Repulsivo. Desagradable.
Quizá es que eran muy pequeños para hacer el amor. Pero no para lo de los besos. Eran besos torpes, babosos, húmedos… pero a los dos les gustaba darlos y recibirlos. Un día ella le había metido la lengua entre los labios. Solo la puntita.
- Mi hermana siempre hablaba con sus amigas de los besos con lengua –dijo, como excusándose mientras un bonito rubor la coloreaba las mejillas.
Luego rompió a llorar. La pasaba mucho cuando se acordaba de su hermana. Y de su papá y su mamá. Y de su abuela. Incluso cuando se acordaba de su perrita Luna.
A él no.
Él iba empujando el carrito, sin apenas poder asomarse por encima del mismo, con la culata del revólver asomando por la parte de atrás de la cintura de sus pantalones de cowboy. Ella, sonriente, caminaba a su lado abrazada a un paquete muy grande papel de culo, con un largo velo atado a la diadema bailando a su espalda.
Y apareció.
De repente.
Salió de detrás de un coche, tambaleándose como si estuviera borracho con las manos extendidas hacia ellos. La Niña gritó y dejó caer el gran paquete de papel higiénico. El Niño también gritó, dio tal salto hacia atrás que el sombrero de vaquero se le cayó sobre la nuca, y tras el chillido se maldijo por ser un cobarde.
El hombre estaba vivo. No era un zombie, solo era un señor mayor, de unos cincuenta años o algo así, un adulto de pelo canoso y sucio pegado a la cara por el sudor frío que le bañaba el cuerpo, vestido solo con unos desgastados y sucios pantalones de traje, con el pálido torso al descubierto, la carne de gallina, la prominente barriga colgando sobre el cinturón, los ojos desmesuradamente abiertos, los labios casi tan blancos como la piel y unas grandes ojeras sobre sus marcados pómulos.
- Niños –dijo con un hilo de voz.- Oh, gracias, Díos Mío.
El Niño y la Niña se miraron, y luego le miraron a él. El Adulto se abalanzó sobre ellos con los brazos abiertos y una maniaca sonrisa de felicidad dibujada en el rostro.
- ¡No estoy, solo! –gritaba mientras se acercaba a ellos con pasos lentos.- ¡Gracias, Díos Mío! ¡Gracias, Díos M..!
El Adulto se frenó en seco ante el negro cañón del revolver del 38 que estaba apuntándole a la cara. El Niño al otro lado del arma que sostenía con un pulso particularmente firme le miraba con pavor.
- Largo –dijo con aspereza.
Tenía mucho miedo.
Los adultos eran peligrosos. Los había visto a veces por las rendijas de la persiana de Casa, cuando hacían tanto ruido en la calle que llamaban la atención. Corrían en grupos, disparando al aire, gritando e insultándose los unos a los otros. Algunos se peleaban entre ellos, se disparaban y mataban, o robaban, o les hacían cosas feas a las chicas que se encontraban. Y otros simplemente huían como locos de los muertos vivientes hasta que eran rodeados y se los comían vivos.
El Adulto que tenía en frente parecía de ese último grupo.
- P… Pero…
- He dicho que largo.
La Niña cogió el paquete de papel higiénico con lentitud.
- Será mejor que se vaya –dijo con voz aguda e infantil, mientras lo abrazaba.
- Sois niños –dijo con ternura el Adulto mientras una pareja de lagrimones comenzaba a surcarle el sucio rostro.- Por el amor de Dios, sois dos niños pequeños. Necesitáis que os ayude.
Se acercó a ellos. Los niños dieron un paso atrás, el Niño no dejaba de apuntarle.
- No. Estamos mejor sin mayores. No queremos mayores cerca. Y ahora largo.
- No. No os asustéis –su voz era nerviosa, suplicante y triste.- Soy… soy bueno, solo que… no quiero estar solo. ¿Lo entendéis? He rezado a Dios. ¡Oh sí!, ¡oh, Dios que está en las alturas! y me ha dicho que me enviaría una pareja de preciosos ángeles. Unos hermosos ángeles ¡Como vosotros! ¿Lo entendéis? ¡Oh, Dios, que has cruzado nuestros caminos, que afortunados somos! ¡Aleluya! Sois tan hermosos… Mis niños. Sois tan hermosos. No quiero seguir durmiendo solo. Hace frío. ¿Lo entendéis? Seré bueno con vosotros, como lo fui con los anteriores ¿Lo entendéis? Y os protegeré de los zombis malos, de esos sucios y feos zombis y-y-y-y cuando sea de noche, ¿sí?, ¿Lo entendéis? cuando sea de noche dormiremos juntos, en la misma cama, abrazados ¿Lo entend…?
El eco del disparo resonó por la solitaria ciudad. La ventanilla del lado del copiloto de un coche al fondo de la calle, estalló cuando la bala la atravesó. El cañón de la 38 humeaba. El Niño había cerrado los ojos cuando disparó, solo un parpadeo por la detonación y la pólvora, y cuando había abierto los ojos de nuevo, el Adulto seguía ahí, de pie, con las manos sobre la cara y caído de rodillas.
- No-no-no-no-no-no –repetía, llorando.- No me mates. No-no-no...
Había fallado.
- Dios no quiere que me mates, por favor, por favor, no me mates...
- ¡Que se vaya! –gritó el Niño con los dientes apretados.
Estaba enfadado y asustado, porque ese señor loco no se iba. No era lo mismo disparar a un vivo que a un muerto. No era como cuando quemabas a las hormigas con la lupa. Las hormigas y los zombis no lloran, ni hablan, ni piden por favor que no les mates, ni se mean en los pantalones del susto.
Ni daban pena.
- ¡Coja la comida! –pidió la Niña.- ¡Cójala y váyase!
El Niño la fulminó con la mirada. Se sintió traicionado. La comida era suya, no de ese loco gordo y meón, que hablaba con Dios y le gustaba abrazar a los niños como si fueran peluches antes de dormir. Pero maldita sea, con tal de que se fuera y les dejase en paz que se llevase toda la comida que quisiera, podían volver al súper a por más.
- ¡Sí, y luego váyase! –cerró el dedo alrededor del gatillo.
El Adulto se estaba palmeando nerviosamente el pecho, y después la cara. Estaba buscando algo, quizá el agujero del disparo de la bala, pero no tenía ninguno.
- ¡No me has dado! –chilló el adulto.- ¡Aleluya! ¡Me ha atravesado! ¡Oh, Señor! ¡Gracias, Señor! ¿Lo entendéis? ¿¡Lo entendéis!? ¡Es una señal! La bala me ha atravesado y no me ha hecho ningún mal porque, Dios nuestro Señor, quiere que estemos juntos, quiere que os proteja, ¡que os ame!
El Niño miró a la Niña de reojo, mientras el Adulto alzaba la cabeza al cielo y seguía alabando a Dios Todopoderoso por salvarle de la bala, por ese milagro. Volvió la vista para ver como empezaban a llegar. Figuras negras entre los cadáveres de los coches. Zombis. Muertos vivientes. Caminando, arrastrando los pies, extendiendo las manos hacia ellos. Aún no les oía gemir, pero en breve los oiría por todas partes.
Entre los disparos, y los gritos del Adulto iban a venir en oleadas, en enjambres, en hordas.... Tantos que lo mejor sería coger la pistola y utilizarla sobre ellos. A veces lo había pensado. Morir como en Romeo y Julieta. Morir juntos y enamorados, en vez de correr desesperados por las calles de la ciudad hasta que se los coman.
O, si se daban prisa, podían correr a Casa y cerrar las puertas antes de que algún zombie les viera. O que les vieran, ¿qué más daba? Las puertas eran pesadas y duras. No iban a romperse por mucho que las golpearan con esas manos frías y podridas. Además los zombis no se comerían la comida del supermercado. No se comían los raviolis con tomate en lata, sino a la gente viva.
A la gente que hacía mucho ruido. A los adultos fofos y gritones que se quedaban quietos, llamando a su Dios.
- ¿Lo entendéis?
- Sí –respondió el Niño y se caló el sombrero de cowboy con una mano. Alzó el revolver con la otra.
El primer disparo le impactó por encima de la rodilla, en su sucio pantalón de traje y le arrancó un áspero grito, que más que dolor fue de sorpresa.
El segundo le alcanzó en el blanco vientre.
La Niña gritó, pero el Niño no. Al contrario, dio un paso sin dejar de apuntar al Adulto y miró fijamente cómo se retorcía en el suelo, mientras un flujo carmesí se le escurría al Adulto entre los dedos.
- ¿Por qué? ¿¡Por qué!? ¡Oh, Dios mío! ¡Por qué! –gimoteaba el Adulto.
El Niño no tenía una respuesta. Quizá Dios tampoco. Quizá Dios no estaba allí, o nunca había estado. O quizá les estaba mirando como él miraba a las hormigas a través de la lupa o como él miraba ahora mismo al Adulto.
- Te dije que no queríamos mayores –sentenció.
Alzó la vista y miró a los zombis. Ya no eran figuras oscuras que aparecían entre los coches y se aproximaban sigilosamente hacia ellos. Eran un ejército que marchaba lentamente, con deformados rostros grises, fauces abiertas, cuerpos putrefactos, descompuestos y su lamento que se dejaba escuchar por toda la ciudad muerta.
Tomó a la Niña de la muñeca.
- Vámonos –dijo con sequedad y tiró de ella.
La Niña no le quitaba la vista de encima al Adulto que comenzó a arrastrarse tras ellos, suplicando ayuda, pidiendo clemencia, que no le dejaran allí tirado, solo, abandonado. Pidiendo amor.
Ella, como siempre desde que todo había comenzado, se dejó llevar por él. Estaba aturdida a causa de la tensión, aterrada por la cantidad de muertos que aparecían de todas partes. Corrieron de la mano, torcieron por una esquina y los vieron caminando hombro con hombro al fondo de la calle, con esos ojos turbios y hambrientos fijos en ellos. El Niño la llevó a rastras hasta el portal de la Casa, sacó las llaves del bolsillo del pantalón vaquero y abrió con prisas la gran puerta de la entrada. En un pestañeo estaban dentro de la casa. Sin la comida, sin el carrito, asustados y con ganas de llorar.
El Niño cerró con llave la puerta, la tomó del antebrazo mientras subían las escaleras hasta llegar a la casa que fue de la abuela de la Niña. Parecía que había sido hace una eternidad cuando su abuela la hacía recitar sus oraciones en el pequeño salón.
Cuando cerraron la puerta de la casa y echaron el cerrojo se sintieron a salvo, a salvo en esa vieja y oscura casa, lejos de los zombis y de los adultos. Solos ellos, los dos, en medio de un silencioso mar de cemento, metal, cristal y cadáveres.
Y de repente le oyó. Le oyó chillar. Escuchó cómo se lo comían. El Niño corrió hacia la ventana y miró entre las rendijas de la persiana. La Niña le vio, era como cuando miraba a la dependienta del supermercado. O a otros zombis a los que habían matado.
La Niña tuvo una arcada, le dio tiempo a taparse la boca con la mano y contuvo al vómito que se abría paso por su garganta. El Niño le dirigió una fría mirada y negó con la cabeza, como diciendo: estas chicas que no aguantan nada.
- Eso no es lo que quería Dios –consiguió decir la Niña mientras el Adulto seguía desgañitándose.
Además de los gritos se había empezado a oír los sonidos de los zombis alimentándose.
- ¿Y cómo lo sabes? –preguntó él, sin perderse el espectáculo.
- Mi abuela. Mi abuela me decía que Dios era bueno, que Dios nos quería –la Niña había empezado a llorar y ni si quiera se había dado cuenta.- A Dios no le gusta que le disparemos a la gente y que nos hagamos daño. Jesús, su hijo, dijo que nos debíamos amar los unos a los otros.
El Adulto seguía gritando, pero los gruñidos de los zombis mientras se lo comían se oían por todas partes.
- Eso era antes. Antes cuando eran los mayores los que mandaban. Ahora ya no. Estamos sin mayores, Eva. Y no los necesitamos.
Eva, la niña, dio un triste suspiro. Se acercó a la ventana, se puso al lado del Niño y apoyó la cabeza sobre su hombro, con delicadeza.
- Lo se, Adán –dijo ella con dulzura, y pasó su mano alrededor de la cintura del chico.
Había muchos zombis en la calle, pero se estaban disgregando poco a poco. El festín había terminado, del Adulto sólo quedaba una mancha roja en la acera.
SEGUNDO CLASIFICADO
"IMPRESCINDIBLE ETIQUETA"
POR DANIEL GUTIÉRREZ
El Blood Meet, se encontraba en uno de los barrios más exclusivos de la ciudad. Era un nuevo concepto de cocina que estaba arrasando en todas partes del mundo, y era prácticamente imposible conseguir mesa, a no ser que fueras alguien influyente.
Samuel lo consiguió. Después de decenas de llamadas, de recomendaciones, y de algún que otro regalo a la persona adecuada, logró reservar una mesa para él, su novia, y su mejor amigo. Los dos le felicitaron cuando se enteraron de la excelente noticia.
Ahora se encontraban de pie, en la acera, esperando pacientemente en la inmensa cola de zombis que salía desde el interior del local, y que daba la vuelta a la manzana en una aberrante procesión de lamentos, llagas, y pústulas.
–No te imaginas las ganas que tengo de comer ahí –dijo su novia mirando el restaurante mientras se relamía intentado refrenar un ataque de ira.
Un reguero de babas escapó por la comisura de sus labios, mezclado con un amarillento liquido maloliente. Samuel se acercó a ella, y pasó su lengua por el chorro de saliva y pus. Lo tragó con placer, para después besarla en sus inflamados y morados labios.
–Enseguida entramos, no te pongas nerviosa. Yo también tengo ganas. Empiezo a estar cansado de perseguirles. Prefiero que me los pongan en el plato –musitó Samuel con melancolía.
–Si tienes hambre yo he traído un aperitivo. Intuía que la espera iba a ser larga.
El que habló fue Marcos, un buen amigo de Samuel desde hacía años. De hecho era su mejor amigo. Habían muerto juntos en un accidente de moto. Ambos salieron despedidos de la Ducati de Samuel para empotrarse contra uno de los guardaraíles de la carretera. Murieron en el acto por diversos traumatismos. Desde aquel entonces, cuando se volvieron a levantar del suelo sin comprender lo que pasaba, no se habían separado.
–¿Qué es? –preguntó Susana.
Marcos, sacó de uno de los bolsillos interiores de su americana un intestino enrollado cubierto de pelusas y suciedad. Cientos de insectos trabajan en los pliegues de las entrañas, atareados en transportar pedazos microscópicos de carne.
–¿Pretendes qué me coma eso? –dijo ella entre divertida y asqueada.
–Como si no hubieras comido cosas peores... –dijo él arrancando un trozo de tripas con los dientes.
La fila de muertos vivientes avanzaba a paso lento por la calle. Cada pocos minutos, una furgoneta oxidada, paraba en la puerta del restaurante para dejar mercancía. Hombres, mujeres, ancianos y niños eran transportados metidos en grandes sacos desde el vehículo hasta las cocinas del restaurante, entre gritos, sollozos y lamentos.
–No sé porque se quejan tanto –espetó Samuel mientras se arrancaba un jirón enorme de piel de su brazo derecho–. ¿Quieres?
Susana se comió lentamente el trozo de carne podrida que le tendió su novio.
–Supongo que aún no han asimilado su condición. En el fondo les comprendo –dijo ella.
–Yo también les entiendo... –Samuel miraba como transportaban a otro grupo al interior del local–. ...pero me encantan.
Los tres rompieron en una sonora carcajada. A él le dio tal ataque de tos que apunto estuvo de partirse por la mitad. Una vez recuperada la compostura, se recolocó la chaqueta y la corbata, que ya estaban repletas de sangre y pus debido al continuo goteo de su boca.
Avanzaron unos metros más en silencio. Se encontraban ya debajo del grandioso cartel de neón que coronaba la puerta del Blood Meet. El portero, un hombre de color de al menos dos metros, miraba sin pausa el libro de reservas que se encontraba depositado en un pequeño atril. Algunos entraban, otros, los que pretendían colarse sin reserva, eran echados de la fila a golpes y empujones.
Una pequeña reyerta tenía lugar justo por delante de ellos. Dos hombres unidos por el costado y en un visible estado de putrefacción, discutían con el gorila de la puerta.
Marcos se puso de puntillas para ver que sucedía.
–Vaya –dijo realmente intrigado–. Es la primera vez que veo siameses.
Susana le miró sonriendo.
–Quiero decir... había visto fotos, y por la televisión... cuando había televisión, ya sabéis. Pero nunca tan cerca. Es fascinante...
Los hombres se fueron dedicando al portero toda clase de improperios. Sus dos cabezas, le insultaban ferozmente bajo la atónita mirada de los demás zombis, que guardaban fila pacíficamente mirando el espectáculo.
Llegó su turno.
–¿Tienen reserva señores? –preguntó el portero mirándoles con su único ojo.
Le faltaba media cara, que supuraba ríos espesos de pus coagulado por su cuello y camisa. El agujero donde tendría que haber estado el otro ojo, era una hendidura infecta repleta de gusanos.
–Sí, Samuel Hernández. Para tres.
Hizo el gesto con los dedos. Uno de ellos, el índice, dejaba asomar el hueso por la punta.
–Perfecto, gracias, pueden pasar –dijo el negro zombi haciéndoles un gesto hacia dentro.
Cuando entraron, se quedaron con la boca abierta durante unos segundos. El local era grandioso. Decenas de mesas se extendían por los cientos de metros cuadrados de extensión del restaurante.
Era de forma rectangular. Tres de las paredes se hallaban recubiertas de jaulas con humanos dentro. Samuel miraba a toda aquella gente gritando dentro de sus cárceles. Estaban sucios, algunos muy delgados y desaliñados. Otros, por el contrario, presentaban muy buen aspecto, rollizos y con buen color. Supuso que eran los que acababan de ver entrar en sacos cuando esperaban su turno en la cola. Un rápido calculo le hizo creer que al menos habría trescientas personas allí encerradas.
Miraban horrorizados a los comensales, chillando, llorando, amenazándoles con todo tipo de insultos e improperios. Se arrojaban sobre los barrotes con el objeto de abrir las puertas a base de golpes, pero todo su esfuerzo era en vano. También vio como algunos yacían quietos en el suelo de las jaulas. Quizás resignados a ser entrante o postre, o muertos ya de inanición o por asfixia.
La otra pared del restaurante, la que no estaba cubierta de celdas, dejaba a la vista la cocina. Una enorme cristalera daba fe de cómo los esmerados cocineros preparaban los platos. En ese momento, dos zombis vestidos de blanco con sendos sombreros, despedazaban a un gordo entre gritos de agonía. Uno de los chefs, le arrancó los brazos tras un par de golpes con un afilado cuchillo de carnicero. El otro, un muerto bastante morado e hinchado, despellejaba lentamente las piernas del infeliz, para posteriormente, depositar las tiras de piel en un plato que ya tenia una base de lenguas.
El zombi abotargado cogió el plato con una de sus pútridas manos, y miró una comanda que colgaba de una viga de madera.
–¡Marchando la de piel con lenguas! –gritó para hacerse oír por encima del barullo reinante.
Un camarero fue hasta él para recoger el plato. Lo llevó veloz hasta una de las mesas, donde un solitario muerto comenzó a degustar el plato con sumo placer.
–Me encanta este sitio –dijo Marcos mirando el ir y venir de camareros por entre las mesas.
Otro camarero les abordó.
–Buenas noches señores. ¿Están atendidos? –dijo amablemente.
–No, aún no –dijo Susana mostrando los dientes–. Tres. Tenemos reservada la mesa “especial” –apuntó resaltando la palabra.
–¿La especial? –el camarero abrió mucho los ojos que ya se asemejaban a dos pasas por el efecto de la putrefacción–. Eso si que es suerte amigos. Deben tener contactos importantes.
Samuel vio como su novia le miraba con adulación, a lo que él respondió con su mejor sonrisa y guiñándole un ojo.
El camarero les hizo un gesto para que le siguieran. Fueron esquivando sillas y mesas hasta la suya. Esta se encontraba en un rincón al fondo del restaurante. Un impoluto y blanco mantel la cubría hasta el suelo, tapando unos finos y duros barrotes que salían desde la superficie de madera hasta el entarimado, formando así una pequeña celda-mesa. Un agujero se situaba justo en el centro.
–Enseguida les traigo la carta. ¿Quién beber algo mientras tanto?
–Una jarra grande de jugo cerebral. Con mucho hielo –pidió Marcos.
El camarero se fue raudo por entre las mesas esquivando a otro que se disponía a servir una ensalada de pezones en la mesa de al lado. Volvió a los pocos segundos con tres cartas que distribuyó entre ellos.
–Cuando sepan que quieren háganme una seña. Supongo que si han pedido esta mesa es porque quieren el plato especial de la casa –dijo el muerto sacando una libreta llena de sangre de uno de sus bolsillos.
–Por supuesto –contestó Samuel–. Lo comeremos de segundo. Vamos a mirar los entrantes.
Los tres se miraron y abrieron las cartas acompasados. Miraban el exquisito menú con adoración. Platos que jamás se habían imaginado se sucedían uno tras otro en una orgía de placer que nunca habían visto.
–¡Eh! Mirad este –exclamó Susana entusiasmada–. Revuelto de lóbulos y campanillas... Creo que lo voy a pedir. No recuerdo la última vez que comí lóbulos, y desde luego no fue sentada en una mesa con un mantel reluciente.
Samuel se rió por el comentario de su novia. Se acercó lentamente y le dio un beso en los labios. Un hilo de sangre coagulada quedó colgado de su labio inferior. Ambos rieron ante la mirada de Marcos, que alternaba su vista entre ellos y la carta.
–Precioso... –dijo simulando un aburrimiento atroz–. Yo pediré los ojos en salsa de bilis.
Cerró la carta con desdén y la dejó en un lateral de la mesa, encima de la de Susana, que ya había soltado la suya tras decidir su plato.
–¿Y tú Sam? ¿Ya sabes qué quieres? –dijo ella interrogándole con la mirada.
Él pasó atrás y adelante una de las hojas hasta que señaló la primera línea de una de las páginas.
–Sí. Creo que me voy a animar con los pulmones en base de párpados.
Se deshizo de la carta justo cuando el camarero se aproximaba con la jarra de jugo cerebral. La depositó en la mesa con cuidado y tomó nota de los platos. Se fue tan rápido como había llegado.
Samuel llenó los vasos de Susana y Marcos, para posteriormente hacer lo propio con el suyo. Marcos lo levantó en el aire.
–Esto si que es comer amigos, se acabó el andar corriendo por las calles detrás de esos apestosos –dijo señalando una de las jaulas repletas de gente.
–No creo que podamos permitirnos esto todos los días –replicó Susana después de dar un gran trago a su jugo–. El correr por las calles no ha acabado.
–Es cierto –apuntó Samuel–. Además... ¿Cuántos crees que quedan? Llevamos años alimentándonos de ellos, pronto se acabaran...
Un aire de tristeza ensombreció su pútrida cara.
–No nos pongamos sentimentales hoy ¿vale? –dijo Marcos–. Quizás esta cena sea el principio de algo bueno.
Los tres sonrieron y levantaron sus copas al aire.
–Brindo por eso amigo.
Samuel chocó la copa con él y con su novia. Todos bebieron ansiosos hasta dejar los vasos vacíos.
El camarero llegó en ese instante con los primeros platos. Dejó los pulmones delante de Samuel, y el revuelto y los ojos en sus respectivos sitios en la mesa.
–Salud –dijo alejándose de nuevo.
Marcos no tardó en lanzarse a por los ojos. Hundió su cabeza en el plato sorbiendo la salsa ayudándose de las manos para engullir todos los globos oculares uno a uno. Un ansia enfermiza se apoderó de él mientras devoraba la comida.
Susana y Samuel no se quedaron atrás. Se abalanzaron sobre sus platos como animales salvajes. Los fluidos, la sangre, y los restos de piel y carne, resbalaban por sus infectos dientes y labios salpicando la totalidad de la mesa y a los comensales cercanos. A nadie le importaba, pues ellos mismos también eran salpicados por el resto de zombis.
El contenido de los platos desapareció en unos minutos. Ninguno habló durante el festín, solo devoraron, trituraron, y tragaron sus raciones como bestias inmundas. Levantaron la cara y se miraron fijamente.
–Hacía tiempo que no comía algo tan sabroso –dijo Samuel tras hurgarse con el dedo entre dos dientes podridos.
–Sublime –susurró Susana extasiada por la comida.
Embriagados como estaban por la excelencia de lo que acaban de comer, se vieron interrumpidos por unos desgarradores gritos provenientes de la cocina. Dos zombis agarraban a un hombre fuertemente, mientras otro le ataba las manos a la espalda y aseguraba sus tobillos con una brida metálica. Cuando lo tuvieron asegurado, le arrastraron por entre las mesas mediante una soga al cuello que uno de ellos ató con dureza.
–Creo que viene nuestro especial de la casa–dijo Samuel con sorna.
–Oh si, ya lo creo. Y tiene buen aspecto, no como esos enclenques enjaulados de las paredes –puntualizó Marcos mirando de nuevo a los presos.
Los putrefactos camareros llegaron hasta ellos. El hombre se retorcía en suelo mientras aullaba a pleno pulmón. Pataleaba y hacia aspavientos con las manos en todas direcciones. Tres trabajadores más tuvieron que acercarse hasta la mesa para ayudarles a meterle dentro. Una vez lo hubieron reducido fue bastante más fácil.
Uno de ellos, sacó de su bolsillo una llave que usó para abrir una pequeña puerta en los bajos de la mesa. Introdujeron al hombre, en posición fetal, y aseguraron con grilletes sus brazos y sus piernas a los barrotes. Después, uno de ellos, metió la mano por la abertura central de la mesa hasta agarrar su cabeza. Le izó tirando fuertemente de la cabellera, hasta que el cuello quedó a ras de la mesa. Sin darle tiempo a reaccionar, le colocaron una suerte de collarín de hierro, inmovilizando así la cabeza al agujero, y manteniendo el cuerpo debajo.
El hombre había parado de gritar, pero ahora, desde su posición y viendo las caras de los tres monstruos que tenia alrededor, comenzó a llorar como un niño al que le hubieran quitado la teta de la boca.
–Espero que sea de su gusto –dijo sofocado el camarero.
Susana miraba la cabeza del hombre con apetito asesino. Esta, completamente rapada, dejaba entrever varias venas de color azulado por toda su superficie.
–Lo es, muchas gracias –contestó reprimiendo las ansias por clavarle los dientes en el cráneo.
–¿Desean herramientas para partirlo? ¿Martillos? ¿Sierras?
Marcos y Samuel se miraron con gesto divertido mientras se colocaban la servilleta en el cuello de la camisa.
–No gracias, creo que usaremos los dientes directamente –resopló el segundo impaciente por empezar.
–Buen provecho –dijo el camarero retirándose.
El hombre les miró aterrado. El collarín del cuello le dejaba muy poco margen de maniobra, pero contorsionándose al máximo, era capaz de ver a los tres comensales.
–No lo hagan por favor –suplicó–. No me coman, yo no he hecho nada... ¡no he hecho nada! No merezco esto... no lo merezco.
Comenzó a llorar de nuevo haciendo que un rió de lágrimas resbalara por su rostro.
–¿Cómo que no lo mereces? –saltó Samuel escupiéndole en mitad de la cara.
El escupitajo, un mejunje de saliva, pus, y sangre, impactó en la frente del infeliz.
–¿A cuantos de nosotros mataste cuando empezó esto? ¡A cuantos! No tenemos la culpa de que se hayan vuelto las tornas.
El hombre dejó de llorar unos instantes y miró a los ojos de Samuel. Quiso ver algo de humanidad en aquella amorfa y sanguinolenta aberración, pero no encontró nada de eso. Sus ojos no tenían vida, eran inertes, como dos piedras blancas demasiado gastadas por la erosión.
–Yo... yo... –balbuceó–. No sé a cuantos maté... Era distinto por dios, era una epidemia, estábamos asustados. Los contagios se contaban por miles, atacaban a la población. ¿Qué íbamos a hacer?
–No sé para que hablas con él –interrumpió Susana–. Sabes lo que son y lo que han hecho con nosotros. Nos aniquilaron por millones al principio, sin contemplaciones. Incluso a los niños. Son ratas.
El preso giró la cabeza todo lo que pudo para mirarla de reojo.
–No teníamos otra opción, esto... sois.... ¡es antinatural! Es una...
Pero no le dio tiempo a decir más. Marcos se abalanzó sobre su lisa y blanca cabeza, y le hincó los dientes en el cráneo. La dentellada fue sublime. Arrancó carne y hueso hasta dejar a la vista el cerebro del reo.
Susana se le unió de inmediato. Sus mordiscos sonaban similares a un constante machacar de nueces. A cada bocado, un agujero aparecía en la cabeza del ya muerto humano. Samuel, que por un momento pareció recapacitar por lo que el hombre estaba diciendo, no pudo contenerse ante la visión de los sesos al descubierto. Estiró la mano, y agarró un pedazo de materia gris que se llevó a la boca después de restregarse la totalidad de la cara con la pegajosa masa.
Entre los tres acabaron con la cabeza en unos minutos. No quedó nada, solo pequeños fragmentos de hueso, los dientes y las mandíbulas. Cuando hubieron separado por completo la cabeza del cuerpo comenzaron a hurgar en el inmenso agujero del cuello. Extrajeron la traquea, músculos y tendones, hasta que el sólido collarín de hierro no les dejó seguir escarbando.
Marcos soltó un atronador eructo, al tiempo que se daba pequeños golpes con el puño en el pecho.
–Esto ha sido colosal –dijo abrumado–. Un cerebro excelente.
–Y tanto –comentó Susana, que aún tenia restos de sesos por la cara, el pelo y las manos.
–Definitivamente... creo que tendremos que repetir –soltó en una fuerte risotada Samuel.
Sus amigos se le unieron, y los tres compartieron una espléndida sobremesa, hablando de tiempos peores cuando aún estaban vivos, y lo tremendamente felices que eran ahora estando muertos.
Disfrutaron de exquisitos postres: soufflé de hígado para Susana, sorbete de jugos gástricos para Samuel, y una exquisita tarta para Marcos, que repitió pidiendo sesos con virutas de uñas.
Pagaron la cuenta, y se marcharon del Blood Meet, no sin antes firmar en el libro de visitas que había en la entrada.
De camino a casa aún tomaron algo más, pero de mala manera y a la carrera, como tenían por costumbre, nada equiparable a los manjares que acababan de degustar en aquel palacio de la comida.
Se despidieron y quedaron para otro día, esta vez para ir a un buffet que acaba de abrir cerca de donde vivía Marcos, pero eso sería otro día.
TERCER CLASIFICADO
"¿QUIÉNES SOIS?"
POR LLUVIA BELTRÁN
Me he levantado sintiéndome un poco raro, o más bien con un extraño sabor en la boca.
Además, me duele la mandíbula, como si hubiera estado horas masticando chicle sin parar, o como cuando comes un enorme bocadillo que apenas te entra en la boca. Y me duele la cabeza, pero eso no es novedad, últimamente parece que el cerebro me va a estallar, o tal vez los ojos, o, qué sé yo, quisiera arrancarme la cabeza entera y darle una patada, a ver si así se arregla.
Tengo sed, mucha sed, quiero quitarme este extraño sabor de boca. Así que voy al baño y me pongo a beber agua como si acabara de regresar del desierto, y bebo y bebo pero siento que no consigue saciarme. De pronto tengo ganas de vomitar, creo que me he hinchado demasiado la barriga con tanto líquido. Siento asco. Me miro en el espejo y observo mi cara, me veo muy ojeroso y como demacrado, no es normal en mí; además, la incipiente barba me da un aspecto desaliñado.
Bueno, de hecho ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que me afeité o que me duché, no me acuerdo... y no entiendo por qué, a qué se debe esta amnesia temporal. ¿Temporal? Trato de recordar lo que hice ayer, cómo me levanté o qué desayuné, cómo fue mi día, y no consigo traer a mi mente ninguna imagen real de lo que hice. Es como si mi vida empezara hoy, pero sin embargo sé quién soy, sé mi nombre y mi edad, la fecha de mi cumpleaños, que trabajo de dependiente en esa tienda de informática y que tengo novia desde hace tres años.
Entonces, ¿qué es lo que me pasa?
Quizás debería darme una ducha, eso conseguirá aclararme las ideas.
No voy a afeitarme, sinceramente, paso, no me apetece, estoy harto del picor en la cara, de que se me irrite, creo que voy a probar a dejarme barba, ahora que vuelvo a mirarme en el espejo no me veo nada mal, me da un aspecto bohemio, incluso interesante. Estoy cansado de ser el chico formal, afeitadito y perfumado, con aspecto de niño bien, me parece que a partir de ya voy a cambiar eso.
Lo que no sé es qué va a opinar... hum... ¡joder!... ¿Cómo es posible? ¡Ahora mismo no me acuerdo de su nombre! ¡Por Diossss...! ¿Qué coño me está pasando?
Carla... uff, qué alivio. Carla, mi novia desde hace tres años. Morena, no muy alta, pelo corto a lo garçon, o al menos eso dice ella, pero ¿qué coño es “a lo garçon”? Estoy más que harto de esos estúpidos términos que de pronto parecen ponerse de moda, como los que surgen por las redes sociales; de pronto me siento idiota, pasado de moda, incluso viejo, tal vez analfabeto 2.0 ¡qué sé yo! Podría estar a diario mirando webs y buscando la nueva terminología y nunca acabaría.
Pero ¿en qué pensaba antes? ¡Ah, sí! En Carla... Es guapa, sí, muy guapa, aunque ahora mismo no consigo recordar su rostro. Joder... Cierro los ojos y trato de relajarme.
He estado pensando que como realmente me preocupa esta extraña amnesia, voy a empezar a escribir una especie de diario. Sí, sé que suena infantil, tal vez incluso amariconado, pero es que me asusta empezar a perder la memoria y llegar a olvidar hasta quién soy. Por eso tomaré notas, para recordarme qué es lo que hago en el caso de que se me olvide. Y voy a empezar desde ya...
Día 1
Hoy me he levantado un poco raro y con un extraño sabor en la boca, pero eso no ha sido lo peor de todo. De pronto tengo una extraña y enorme laguna en la cabeza, no consigo recordar ciertas cosas, como el día de ayer, también me cuesta recordar a mi novia, y eso me preocupa.
Siempre he temido sufrir algún tipo de enfermedad que me hiciera perder la cabeza, y aún soy joven para padecer algo así, o eso creo, el caso es que hoy me cuesta recordar cosas. A lo mejor es que ayer bebí demasiado, no debería haber tomado aquellas pastillas contra el resfriado sabiendo que me iba a poner hasta el culo de alcohol. Hum... si bebía demasiado tal vez es porque era sábado, así que ¿hoy es domingo?
¿Dónde se habrá metido Clara? Es como si no hubiera pasado la noche en casa. Seguro que también ella cogió una buena cogorza, lo más probable es que se haya quedado a dormir en casa de alguna de sus amigas. Luego la llamaré, cuando consiga recordar dónde he dejado el móvil... y cómo se llaman sus amigas...
Antes me he dado una ducha para tratar de despejarme un poco, a ver si es este maldito dolor de cabeza el que me está bloqueando el cerebro. Y cuando me he desnudado he comprobado que tenía los calzoncillos limpios, es raro, eso quiere decir que: a) ya me había duchado antes, aunque he de reconocer que cuando me he levantado apestaba a sudor, o b) no me había duchado sino que solo me había cambiado de calzoncillos, lo cual podría tener algún tipo de explicación en la cual no me apetece demasiado pensar.
Resumen: me he levantado con calzoncillos limpios y sin camiseta, dolor de cabeza y aspecto de no haber dormido en toda la noche, con ojeras, si afeitar, apestando a sudor... Conclusión: anoche me corrí una buena juerga. ¿O no? Es el alcohol, claro que sí, por eso no me acuerdo de nada. Solo tengo que relajarme, desayunar algo y tratar de darle esquinazo a la resaca, después empezaré a recordar y a disfrutar de este domingo.
Me acaba de pasar algo muy extraño: he ido a la nevera porque creo que tengo un poco de hambre, y digo “creo” porque realmente es una extraña sensación en el estómago, como si me doliera y reclamara comida pero al mismo tiempo no admite nada de lo que le quiera dar.
Pues eso, que he ido a la nevera, y cuando la he abierto he sentido naúseas. Leche, queso, mantequilla... ¡qué asco! Pero ¿por qué? ¡Me encanta el queso! ¡Soy un vicioso de la mantequilla! Y no sé vivir sin leche... También me ha dado asco la fruta, y las verduras... No sé si es que necesito un Almax o quizás un lavado de estómago. Sin embargo, me he acordado de esas hamburguesas congeladas y mi tripa se ha removido, he tenido que sacarlas, descongelarlas en el microondas y... no he podido esperar, ¡qué hambre! Joder, nunca había hecho algo así, y me han sabido deliciosas. Uff, estoy enfermo, ¿me estoy volviendo caníval, o loco?
Mi novia no aparece. ¿Dónde coño está? Son casi las cinco de la tarde. Comienzo a preocuparme. Además, este dolor de cabeza me está desquiciando, he estado a punto de tomarme un bote entero de aspirinas. Mierda... estoy mareado. ¿Dónde estás, Claudia?
Me he despertado en el suelo, boca abajo, con los brazos en cruz y la cabeza de lado, de mi boca se escapaba ese asqueroso hilo de baba, y cuando me lo he limpiado he visto que tenía un color como negruzco. No debería haber comido las hamburguesas crudas con ese ansia.
La casa está en silencio y ha empezado a anochecer. Ahora mismo son las ocho de la tarde. Ya no me duele la cabeza pero me encuentro fatal, siento que algo me arde por dentro, tengo el estómago revuelto y ganas de vomitar. Apenas puedo pensar en nada, intento concentrarme en algo para relajarme o para darle algo de sentido a este día extraño, pero lo único que me viene a la cabeza es este jodido silencio, eso y que no sé dónde se ha metido mi chica. Si ella estuviera aquí, sé que me sentiría mejor, o tal vez no... no sé, creo que habíamos discutido. No puedo acordarme pero tengo esa vaga sensación.
Vale, ya lo entiendo: discutimos y ella se fue de casa para alejarse de mí, o para desquitarse con sus amigas, o para joderme, no sé. Lo entiendo, lo entiendo, pero ahora la necesito, no sé estar enfermo si no está ella para cuidarme como hace siempre.
Mierda ¿dónde cojones está? ¿Qué es eso? Es un sonido fuerte y agudo, constante, se me ha metido en la cabeza y me atruena. ¡Basta! Corro hacia la puerta, es el timbre, a alguien se le ha pegado el dedo en el botón y no lo suelta. Así que abro la puerta bruscamente, y me encuentro cara a cara con una tía que me mira con desprecio.
-¿Dónde está? -me pregunta. Su voz es ronca y contundente. La observo, está vestida de fiesta, no me refiero a ese tipo de vestidos de boda o cosas así, sino que va arreglada, como si fuera a salir de marcha; también va maquillada, muy maquillada, tanto que si deslizara el dedo por su cara haría un surco. Es morena, de pelo largo y rizado, y sé que la conozco, pero ahora no recuerdo de qué.
-¿Quién? -murmullo, acordándome de pronto de su pregunta.
-¿Quién va a ser?
La muy descarada me empuja y entra con decisión en la casa, al tiempo que mira a su alrededor.
-Carla -dice en voz alta, llamando a alguien- ¡Carla!
Su voz me atruena, no tanto como lo había hecho el timbre, pero se está colando de lleno en mi cerebro, y eso me irrita.
-¿Qué quieres? -le increpo, enfadado.
Entonces, ella se gira hacia mí, con el rostro desencajado.
-Sé que habeis discutido -afirma- Ayer me llamó por teléfono para contármelo. Habíamos quedado en vernos hace dos horas y no ha aparecido, tampoco me coje el teléfono. Dime dónde está.
-No lo sé -Creo que se refiere a mi novia, pero no estoy del todo seguro- Llevo todo el día sin verla.
Ella pone los brazos en jarras y me mira desafiante.
-Cabrón, como le hayas hecho algo...
-Pero ¿qué dices? ¿Estás loca?
-Me dijo que estaba asustada, que le dabas miedo.
-Que yo ¿qué?
Me hierve la sangre, no lo puedo evitar, esta tía me está cabreando cada vez más. Siento que una extraña furia va creciendo poco a poco dentro de mí, y creo que me encantaría agarrarle por el cuello y estrangularla. Contente, contente...
Se muerde el labio inferior, nerviosa, y yo la miro fíjamente. De pronto hay algo en ese labio que me atrae; es rojo, intenso, de color carmín. Apetecible... Uff, no sé lo que digo. Pero ahora veo cómo la vena de su cuello se hincha, y de pronto tiene un poder hipnótico sobre mí.
-¿Por qué me miras así? -oigo vagamente que me pregunta. Y observo su rostro repentinamente preocupado, su ojos grandes y oscuros, su nariz afilada, las mejillas sonrosadas... Y su cuello... Su piel, blanquecina, brillante, tersa, sabrosa... Tengo ganas de saborearla.
Leo, me das miedo... Su voz se repite en mi cabeza, está asustada, me suplica con lágrimas en los ojos que me vaya. No puedo irme, es mi casa.
-¿Qué coño te pasa, eh? -casi grita, su voz me molesta. La odio, la deseo. Se me ha quedado la boca seca y tengo como un sabor metálico.
Está retrocediendo. Creo que va a intentar huir, y no puedo permitirlo. Tengo hambre, estoy muy nervioso, el cuerpo me tiembla y siento como si algo dentro de mí empezara a quemarme las entrañas. Quiero decirle que se esté quieta, pero solo puedo emitir un extraño gruñido que me asusta incluso a mí. Grita.
No voy a permitir que te escapes. El fuego me abrasa por dentro, la ira dictamina lo que he de hacer. La ira... ¿la ira? Cierra la puta boca, no puedes huir. Siento que sus huesos se quiebran bajo mis manos, y un sorprendente placer me inunda, al tiempo que el calor de su cuerpo se funde en mi boca.
Día 2
Me he despertado en la bañera empapado en sudor, y no sé por qué. En el suelo estaba este cuaderno, he leído lo que tenía apuntado, y puesto que ahora es de día entiendo que debería apuntarlo como “día 2” para seguir escribiendo lo que voy recordando. Cierro los ojos y trato de recordar. Puedo ver entre penumbra el pelo moreno de mi chica, pero su rostro se desdibuja y no puedo enfocarlo. Ni siquiera sé por qué me esfuerzo en pensar en ella, no me lleva a ninguna parte.
Me voy a centrar en mí. Me llamo Leo y tengo treinta y un años. Trabajo en... bueno... sé que trabajo, punto. Vivo en este piso de alquiler junto a una chica de la que no recuerdo su cara. Pero ya me acordaré. Me duele el cuerpo, sobre todo los brazos (no sé si es que practico algún tipo de deporte y son solo agujetas) y lo más extraño es el dolor de mandíbula. También siento como si los dientes se me movieran, he tenido que comprobar que no llevo dentadura postiza, por poco había creído que podría sacarme todos los dientes de una vez. Tengo una extraña sensación de saciedad que se está convirtiendo en náuseas. Y lo peor de todo es que tengo las manos manchadas de pintura roja.
Necesito lavarme un poco... Casi me caigo de espaldas cuando me he visto en el espejo. No solo tengo un aspecto terriblemente demacrado sino que alrededor de mi boca y parte de la barba hay restos resecos de algo que parece sangre. ¿Sangre? Estoy delirando... Voy a ducharme.
Vaaaale, vale, ahora lo entiendo, qué tontería... Anoche debí de pelearme con alguien, ¡está clarísimo! De ahí el dolor de brazos y de mandíbula, y los restos de sangre. Me debieron de dar una buena hostia. Lo extraño es que no tengo ningún hematoma, así que... tal vez el que repartió las hostias fui yo, y a decir verdad... la sangre no es mía. Así que gané yo, mmmm... Perfecto. Seguro que ese capullo se lo merecía.
Uff, pero ¿qué digo? Nunca he sido de pelearme, simplemente no me gusta, y mucho menos pegar a nadie, lo odio. Por eso, no entiendo por qué lo habré hecho, ni quién habrá recibido mis golpes, tampoco sé si quiero saberlo... Creo que debería ir a cenar algo y ver un poco la tele, no sé cuándo fue la última vez que supe lo que está pasando en el mundo, eso quizás lo he querido olvidar.
Estaba equivocado, ayer, día 1, no era domingo sino viernes, así que hoy es sábado. Y ¿qué hago yo un sábado noche en casa? ¡Error! Que le den a mi novia si no piensa aparecer, yo me voyde fiesssshhhhta...
Creo que, a pesar de la amnesia, mi cuerpo sabe perfectamente hacia dónde tengo que ir. La verdad es que me siento bastante vigoroso ahora, he bajado los cuatro pisos del edificio andando, qué digo andando: saltando; y cuando he salido a la calle, he inspirado una bocanada de aire dudosamente puro y me he recargado de energía. Vaya, para haber tenido supuestamente una pelea ayer, me siento muy bien. Y ahora estoy cerca de la zona de marcha, la reconozco, para esto no he perdido la memoria, sé que vengo a menudo por aquí y que incluso tengo mis bares favoritos.
Necesito un buen trago, tal vez eso me ayude a recuperar la cordura. A lo lejos, un grupo de gente charla en corrillo. Me suenan algunos de ellos, tal vez incluso son amigos, pero ninguno me mira, así que paso de decirles nada; y me meto en este bar. La música está a tope, el local está en penumbra, la barra se encuentra a lo lejos y para llegar hasta ella tengo que abrirme camino entre un montón de gente que baila al ritmo de no séquémierda, intento no mirarles porque su baile me da grima. Solo quiero que me dejen pasar, ¿es mucho pedir? De pronto alguien me sujeta por el brazo.
-¡Leo!
Ese es mi nombre... Un tipo alto de pelo greñudo y liso me mira mientras sonríe, tiene una nariz aguileña que me resulta familliar, así como esa boca abierta que deja entrever unos dientes pequeños. Pero no sé quién es. ¿Cómo es posible?
-¿Dónde te habías metido? -me pregunta gritando, tratando de que su voz se oiga por encima de la música enlatada, la cual me está poniendo de mala hostia.
-He estado ocupado -miento, no puedo explicarle en qué, así que espero que no pregunte.
-El otro día me dejaste un poco rallado, ¿sabes?
-¿Por qué?
-Por la pelea con aquel tipo.
¡Ahá! Lo sabía: una pelea.
-Me dijeron que había acosado a tu piva -continúa el supuesto conocido- Si yo hubiera sido tú, le habría reventado a hostias.
Entonces, río, con sorna.
-Eso hice.
-¿Cómo?
-Que eso hice.
Entonces, ahora es él quien ríe.
-Pero si te dejó noqueado, tío, aunque veo que no te acuerdas -sigue riendo- No parecías estar muy bien. El Trenzas me dijo que te llevó semiinconsciente a casa.
¿El Trenzas?
-Pero al mamón ese le dieron de su propia medicina, que lo sepas. Parece ser que intentó repetir la jugada pero esta vez el novio de la pava era un cuatro por cuatro y le molió a palos -Ríe de nuevo.
Necesito algo de beber, ¡YA!
-¿Cómo está Carla?
Y le miro con sorpresa, aunque no parece darse cuenta. ¿De qué coño me habla?
-Necesito un trago, tío, déjame llegar hasta la barra.
No sé cómo lo he conseguido, pero por fin la rubia de bote me ha servido un buen copazo de whisky con cola. Podría bebérmelo de un solo trago, pero apenas he salido con pasta (¿cómo he podido olvidarme de coger más dinero?) así que tengo que estirar lo poco que llevo encima.
No veo al greñudo, por fortuna. No me gusta, no sé si se supone que es amigo mío, pero no me gusta.
Observo a la gente bailar, ahora una canción de una mujer que grita cada vez más alto (creo que voy a durar poco aquí dentro), y me parecen marionetas, autómatas, zombies o algo así, como si fueran empastillados hasta las cejas y se movieran bajo una extraña programación conjunta.Ya deliras, Leo... Ese es mi nombre.
Hay un tipo cerca de mí, creo que baila frente a otro tío, más bajito que él, pero apenas puedo verle la cara porque le tengo de espalda; sin embargo, a este tipo le miro descaradamente, me da igual que se de cuenta. Es gracioso, parece concentrarse en la canción para sincronizar sus movimientos: el tío es arrítmico por completo. Siento una especie de extraña compasión hacia él.
¿Compasión? No... Mirándole bien, la verdad es que me resulta bastante ridículo, me atreveria a decir que incluso da vergüenza ajena. Qué tío más imbécil.
No sé, me están empezando a irritar sus movimientos, parecen espasmos. Menudo fantoche. Empieza a darme incluso asco. No, asco no sería la palabra adecuada, más bien me repugna. ¿Qué digo me repugna? Me cabrea, me cabrea muchísimo. Pero ¿por qué está ahí plantado delante mío?, ¿qué hace el muy capullo con esos espasmos horteras? ¡Eeeeeh, tú! ¿De qué coño vas?
Ahora me mira, ¿acaso he pensado en voz alta? Sus ojos son pequeños y negros, me miran sin comprender. Tengo ganas de arrancárselos y reírme en su cara mientras los machaco con los pies. Creo que me dice algo. No me importa una mierda, solo quiero arrancarle esos dientes podridos, uno por uno, y hacérselos tragar, y después romperle las piernas para que se le quiten las ganas de volver a moverse así. ¿Qué dices, capullo? Te vas a enterar...
Trato de abalanzarme sobre él, pero de pronto ha abierto la boca y veo que de ella sabe un líquido extraño que me deja paralizado. Es de color oscuro, y viscoso. No puedo dejar de mirarlo. Y no sé si pasan segundos, minutos u horas, pero estoy como hechizado, el tipo también parece estarlo.
Gritos. No sé de dónde. Y el tío de los espasmos empieza a hacer aspavientos. De pronto el que bailaba frente a él está en el suelo, como inconsciente; y es extraño, porque no recuerdo haberle visto caer. Le miro y veo que no se mueve. Tengo ganas de acercarme y rematarlo. Pero el tío al que aborrezco se me ha adelantado. Lo veo arrodillarse junto a él, lo ha agarrado con fuerza, y no sé qué coño hace, ¡pero qué cojones...!
Gritos y más gritos. La música se ha parado. Ahora solo oigo los latidos de mi corazón, fuertes, arrítmicos. Me tiemblan las piernas. Oigo ruido, mucho ruido. Ahora soy consciente, la gente está corriendo a mi alrededor, despavorida, sin saber bien dónde ir, por dónde salir. No me explico qué está pasando, solo sé que no puedo moverme.
De pronto alguien me ha agarrado. Es el greñudo, tiene la cara desencajada y me mira con los ojos desorbitados.
-¡Tenemos que salir de aquí! -grita, y noto que su voz tiembla.
¿Salir? Quiero decirle algo, pero solo puedo emitir un extraño sonido. Ahora es él quien está paralizado. Te voy a despellejar como a un conejo... Estoy en el suelo. Puedo ver un montón de piernas y pies moviéndose a un ritmo desenfrenado a mi alrededor, tengo miedo de que me pisen pero parecen saltarme. Trato de levantarme como puedo, a pesar del dolor de cuerpo, me siento fuerte pero al mismo tiempo agarrotado y un poco confuso, además empieza a dolerme la cabeza como si alguien me estuviera estirando del cerebro sin piedad.
Mis manos y ropa están manchadas y vuelvo a sentir ese sabor metálico. Hay una chica al fondo de la sala, se ha sentado en el suelo y me parece que está temblando, además llora sin parar, creo que está en estado de shock. Intento acercarme hasta ella. Me mira a los ojos, aterrorizada, y grita, grita muy fuerte, tan fuerte que me duelen los tímpanos.
- ¡Cállate!
-Oh, Dios -lloriquea a continuación- No me hagas daño.
No podría hacerle daño, quiero ayudarla, solo quiero ayudarla. Me acerco más aún y ella vuelve a gritar. Me siento mareado, no sé por...
Día 3
No sé qué me está pasando, creo que estoy teniendo horribles pesadillas mientras duermo, pero son tan reales que podría empezar a creérmelas de verdad. Estoy en casa, tirado en la cama, con ganas de potar. Tengo las ropas manchadas de un montón de productos diferentes que no sabría identificar, y el cuerpo magullado. Me duele la cabeza, me duele la mandíbula, me duelen incluso las encías. Supongo que es eso de la tensión acumulada. ¿Cómo se llama cuando aprietas los dientes con fuerza mientras duermes? Bueno, no sé, pero creo que estoy sufriendo algo de eso.
Y para colmo, apenas puedo respirar, siento una fuerte presión en el pecho. Debo de estar siendo víctima de una broma pesada, ahora estaba pensando que tal vez alguien me echó algo en la bebida anoche.
Anoche... Trato de recordar y no lo consigo, tengo imágenes borrosas y fogonazos sueltos que no soy capaz de hilar. Ya hasta dudo de si en verdad salí o me monté yo solo la fiesta en casa. No sé qué mierda he tomado, pero me está volviendo loco.
Ni siquiera sé por qué me molesto en escribir este estúpido diario, no me sirve para nada, porque no recuerdo absolutamente nada, y no escribo más que gilipolleces sin sentido. Me pregunto si hablo de mí o si me estoy autoinventando sobre la marcha, al volver a leer lo de los días 1 y 2 me parece que he dejado volar mi imaginación y que he creado una vida paralela. Por ejemplo: ¿realmente tengo novia? Porque yo no veo a ninguna tía por ninguna parte...
Joder, sí... Hay rastros de ella por toda la casa: botes de crema en el baño, pinzas de depilar, maquillaje, su colonia... Ropa de mujer en el armario, zapatos de tacón, incluso sujetadores... O una tía está viviendo conmigo o es que a mi me gusta travestirme... He encontrado evidencias de una presencia femenina en la casa, pero... ¿dónde está ella? ¿Por qué no aparece?
Un ruido, muy fuerte, me atruena, me llevo las manos a los oídos, me hace daño, quiero gritar... El puto timbre ¡joder! Voy hasta la puerta, estoy de mala hostia, agarro el pomo con fuerza y abro. No me lo puedo creer, hay un tipo greñudo frente a mí, y me mira con cara de asco; a su lado, otro tío, pero éste es calvo, o va rapado, no sé.
-¿Qué coño queréis?
No me contestan. En cambio, el calvo alza de pronto su brazo y... Siento como si me hubiera pasado por encima una apisonadora; apenas puedo moverme, los oídos me zumban, y es como si algo muy pesado se hubiera instalado sobre mi cabeza, provocándome un daño atroz. Trato de abrir los ojos, esta ceguera me mata, no sé qué pasa a mi alrededor. Estoy desorientado. Respiro hondo y trato de pensar, trato de ser consciente de que estoy despierto, y aunque no veo ni oigo lo que sucede, parece que poco a poco comienzo a recuperar cada uno de mis sentidos. Mi piel arde, me concentro en el dolor y me doy cuenta de que son mis brazos los que duelen, los tengo cruzados en la espalda y algo me impide que los mueva con soltura.
Lo que arde son mis muñecas, creo que están atadas. La cabeza está caída sobre mi pecho, intento levantarla pero me duele mucho el cuello. Los ojos, los tengo cerrados, trato de abrirlos, me escuecen, pero empiezo a ver algo. Creo que una especie de líquido cae sobre ellos, por eso escuecen. Ese líquido parece que emana desde arriba, y resbala por mi mejilla hasta llegar a la boca.
Lo saboreo. Es mi propia sangre. Empiezo a ver, poco a poco, aunque borroso, y me siento mareado. Así que intento decir algo, pero solo consigo lamer mis labios y beber de mi sangre para tratar de acabar con la sequedad de mi garganta.
-Qué asco -oigo de pronto- Tío, qué cojones te está pasando.
Ahora puedo ver a ese greñudo, sus labios tiemblan, me mira con temor y desprecio. No sé por qué, pero le sonrío.
-Cabrón -dice el otro, el calvo. Le miro. No es calvo, definitivamente va rapado. Observo su rostro, me es familiar, pero me da igual, tiene la piel sonrosada y lisa, los mofletes abultados. Me encantaría poder morderlos y saborearlos.
-¿Qué hacemos?
El rapado se pasa la mano por la cabeza con nerviosismo. En sus ojos veo algo de compasión, tal vez duda, y se muerde el labio, indeciso.
-Leo, escúchame. Tienes que decirnos qué te está pasando, por qué haces esto.
-Tío, ¿qué está pasando? ¿Por qué me atacaste? Te volviste loco de repente...
Miro al greñudo, que se lleva la mano al cuello del jersey, acto seguido lo baja y me muestra una extraña herida inflamada y de color rojizo. De pronto algo se mueve en mi interior, mi estómago arde y mi boca se hace agua. Me remuevo en la silla, tengo que librarme de lo que sea que me sujeta a ella.
-¿Por qué me atacaste? -repite el greñudo- Joder, parecías un salvaje. De pronto os volvisteis todos locos allí dentro. ¿Es por algo que tomasteis?
Empiezo a agitarme, a removerme con fuerza, y mi cuerpo pega sacudidas.
-¡Estate quieto! -me grita el rapado, y yo le miro con odio, por haberme atado, por retenerme allí. Él levanta su mano y me muestra una barra metálica, supongo que es con ella con lo que me ha golpeado tras abrirles la puerta
- No me obligues a darte de nuevo, esta vez me da igual si te mato.No te reconozco... No sé quién eres.
Quiero contestarle y no puedo, no consigo articular palabra alguna.
-¿Dónde está Carla?
¿Quién es Carla?
-¿Por qué me atacaste?
Solo quería arrancarte el pellejo y comerme tus intestinos.
-¿Dónde...?
-¿Por qué...?
-¿Dón........?
Hay algo que me arde por dentro y no me deja pensar, siento que una especie de fuego comienza en mi estómago y va subiendo rápidamente a través de mi cuello para expandirse por mi cabeza y alojarse en mi cerebro. El fuego quema, y duele. No puedo ver, no puedo oír, ayudadme, seáis quienes seáis... Ayudadme...
Les miro, han parado, y me observan, con miedo. Están asustados, puedo olerlo, esa peste a sudor y a terror ha inundado el cuarto. Les miro a los ojos y siento que quieren retroceder. Se han callado de pronto. Balbucean y eso dibuja una sonrisa en mi boca.
-Algo va mal, tío. Seguro que se ha metido algo, no sé, algo que vendieran ayer. No lo entiendo.
-Vigílale un momento, voy a mirar por la casa.
-Pero ¿qué dices? ¡No me dejes solo con él!
-¿No ves que está atado? Joder...
Pelo largo, nariz prominente, ojos saliéndose de las órbitas. Será el primero en morir por su debilidad. Quiero hacerlo, quiero abalanzarme y arrancarle esos absurdos ojos, quiero desgarrar esa nariz prominente y hacérsela comer, quiero arrancarle el pelo lentamente y escuchar sus gritos,comerme sus mofletes mientras le abro en canal.
-Tren... Tren... zas... tío, ¿dónde estás?
Su voz tiembla. Quiero reír, pero mi cuerpo no me responde. El rapado vuelve a escena, trae un cuaderno en su mano y lo agita frente a mí.
-¿Qué es eso? -le pregunta el otro.
-Un cuaderno.
-Ya lo veo, pero qué haces con él.
-Hoy me he levantado un poco raro y con un extraño sabor en la boca -lee-, pero eso no ha sido lo peor de todo. De pronto tengo una extraña y enorme laguna en la cabeza, no consigo recordar ciertas cosas, como el día de ayer, también me cuesta recordar a mi novia, y eso me preocupa -me mira, con los ojos abiertos como platos- ¿Esto lo has escrito tú?
No puedo hacer otra cosa más que mirarle. No me salen las palabras, ni siquiera tengo ganas de contestar, no sé de qué me está hablando.
-¡Responde!
Silencio.
-¿Qué más pone?
El rapado sigue leyendo del cuaderno, a ratos me mira.
-Se ha vuelto loco -dice el melenudo - ¿qué coño está diciendo ahí?
El otro me mira fijamente.
-¿Dónde está, cabrón? ¿Qué has hecho con mi novia? ¡Sé que ayer vino a verte! -agita de nuevo el cuaderno - ¡No me trago nada de esto! ¿Dónde está?
Se abalanza hacia mí pero el melenudo le sujeta.
- ¿Crees que la ha matado?
- ¡Gilipollas, no digas eso!
- ¡Es lo que estás insinuando!
De pronto me sujeta y acerca su cara hacia mí, siento su aliento sobre mis ojos, está cerca, muy cerca... muy cerca... Abro la boca, y entonces le engancho con los dientes por la barbilla. Le oigo gritar. Se agita, me empuja, zafándose de mí. Tengo un trozo de carne en la boca y comienzo a masticarlo, satisfecho; está caliente, tierno, delicioso... Me insulta, alza su mano y deja caer esa barra sobre mí.
He caído al suelo y esta vez no me he desmayado, todo lo contrario, aunque he cerrado los ojos para que se crean que han conseguido matarme. Aún le oigo gritar, el melenudo grita también, con pavor. Los dos corren en dirección al baño, dejándome inmóvil en el suelo. Aún tengo el sabor de la carne en la boca, y me gusta, tengo que conseguir liberarme y acabar con la comida.
Más gritos, más blasfemias. De pronto vuelvo a ver aparecer al melenudo, camina inclinado hacia delante y con una mano se tapa la boca, cuando llega hasta mí comienza a vomitar. Es asqueroso.
-¡Hijo de puta! -grita el otro desde alguna parte- ¡cabrón!
También vuelve a escena, me sujeta con fuerza para levantarme del suelo y a continuación comienza a golpearme con rabia en la cara y el estómago. Pero no me duele, al contrario, me produce placer. Caigo del nuevo al suelo, y me río, me oigo a mí mismo pero no me reconozco. El rapado me patea. Está rabioso, y eso me hace sentir más fuerte: su rabia hincha mi orgullo. Pero estoy harto, harto de estar perdiendo el tiempo, harto de dejarles salirse con la suya. Ya está bien de juegos...
-¿Qué era eso? -el melenudo balbucea. Ha caído al suelo y trata de esconderse detrás de uno de los sillones- Dios... ¿qué coño era eso?
Oigo al rapado repetir la has matado, pedazo de cabrón. Se acabó...Agito con fuerza los brazos y lo que los sujeta cede. Libres. Puedo agarrar con fuerza ese pie que me patear, lo retuerzo y le hago caer. Repto como puedo mientras le voy sujetando por las iernas, hasta que consigo alcanzar su tronco. Me agarra por la cabeza, trata de retorcerla. Yo soy más fuerte, mucho más fuerte. Muerdo una de las manos, sujetándola entre los dientes, dejando que grite, sabiendo lo que va a suceder, hasta que comienzo a desgarrarla. Grita, patalea, insulta.
Alcanzo su cabeza y le sujeto por el cuello. Carne, sangre caliente, las venas aún laten. Delicioso. Siento que su vida se va deshaciendo en mi boca hasta apagarse lentamente. Pero la sangre se enfriará y dejará de ser tan buena.
Aún queda el otro. Llora, suplica, me mira con los ojos fuera de las órbitas. Los agarro, los quiero en mis manos pero los hundo. Rabia. Su cara se descompone bajo mis dedos, me ayudo de los dientes para poder trocearla, y la saboreo. Estoy saciado. Pero siento rabia. Los cuerpos se enfrían. Quiero más... La calle, lugar inhóspito, podría haber un silencio sepulcral pero oigo murmullos cerca de mí, lamentos, llantos, gritos lejanos... Sombras alrededor que se materializan. Me siento observado.
Levanto la mirada y descubro a un tío mirándome fijamente; bajo sus ojos hay una línea oscura que marca una bolsas hinchadas, y el rostro inexpresivo, impávido, congelado. Está quieto, pero aun así me pongo a la defensiva. Él o yo. De pronto abre la boca y de ella emana un gorgoteo. Resoplo.
Alza sus manos como si pretendiera alcanzarme desde su posición, y comienza a avanzar torpemente hacia mí, entonces me doy cuenta de lo difícil que le resulta caminar con esas piernas quebradas que se tambalean a cada paso. Me río. Seré yo, no él. Me acerco lentamente, cauto, y de un manotazo tumbo al espécimen, que comienza a revolverse en el suelo. Subo la pierna, y acto seguido comienzo a patear su cara con fuerza. Seré yo, no él. Pateo hasta que deja de gemir y ya no se mueve. Entonces, de nuevo río, y no sé por qué, me pregunto de dónde me sobreviene esta extraña fuerza, esta repentina ira, ¿habré sido siempre así? No lo sé, pero me gusta, me hace sentir bien. Ahora veo ese rostro desencajado, la cabeza abierta, y tengo ganas de más...
Escucho un extraño ruido a mi alrededor, es esa marea de llantos y gemidos que va avanzando poco a poco hacia mí, y siento que cada vez está más cerca. Miro a mi alrededor en busca de su procedencia, vuelvo a ver sombras, pero no encuentro los cuerpos; los gritos están cada vez más próximos. Los espero, sé que traerán algo bueno. Leo...
El escuchar de pronto mi nombre me sobresalta, y me giro, buscando a quien lo ha pronunciado. Entonces, de pronto veo a ese ser ante mí. Es una hembra con las ropas hechas jirones, el cuerpo magullado y lleno de arañazos, ensangrentado; pero lo que más me llama la atención es su rostro, muy pálido, desencajado, los grandes ojos negros abiertos como platos, la boca dibujando una mueca de incredulidad. Me suena la expresión de su cara, ese pelo negro corto y alborotado.
Leo, me das miedo... De pronto su voz se cuela en mi cabeza, aunque esa tiparraca no ha abierto la boca en ningún momento.
¿Que yo te doy miedo? ¡Por Dios, mírate! ¿Qué coño te pasa, por qué te has puesto hecha una furia conmigo? ¡No lo entiendo, solo he tratado de defenderte!
Esas voces llegan hasta mí, no entiendo de dónde salen. No lo sé, te juro que no sé qué está pasando. Creo poder ver ese rostro ensangrentado lleno de lágrimas, es como un fotograma de otro momento, en otro tiempo, quizás algún recuerdo, o algo que me he inventado. Me mira, con ojos llorosos, y dice: solo sé que me siento muy rara, es como si tuviera fiebre, siento que algo me arde por dentro, y tú no haces más que gritarme, nunca te había visto así...
De pronto, ella se relame y comienza a dibujar una extraña sonrisa en esos labios finos y llenosde alguna sustancia reseca. Yo me siento igual... Quiero decirle algo, pero solo puedo mirarla. Ella también me mira. Estamos quietos, esperando, no sé a qué, pero me canso. No sé de dónde ha salido, ni por qué me mira así. Solo sé que quiero retorcer su cuello y morderlo hasta acabar con ella. O ella, o yo. Seré yo.
Se me adelanta, ha saltado hacia mí, su destreza me ha pillado por sorpresa. De pronto se ha aferrado a mi cabeza con los dos brazos, sujetándola con fuerza, rodeándome con sus piernas por la cintura. Siento su aliento en mi cara, luego en mi cuello, y por último en la oreja.
Una especie de descarga cruza mi cabeza y se cuela en mi cerebro, siento que mi cara comienza a arder. Dolor, mucho dolor. Trato de separar a la tiparraca de mí. La observo y descubro que tiene mi oreja entre sus dientes. Sus ojos están fuera de órbita. Grito. La sujeto por el cuello y comienzo a apretar.
Leo, me das miedo... Puedo sentir esos pequeños huesos bajo mis manos, quebrándose uno a uno, y su tráquea parece vibrar. Sus piernas se cierran aún con más fuerza sobre mi cintura, siento que me falta la respiración. El pecho me arde. O ella o yo. Seré yo...
El tío ese, el que ha tratado de agredirme, tenía algo extraño, ¿sabes? No era normal, sus ojos estaban como locos. Yo reía ante su ocurrencia. Claro que no era normal, tenía pinta de estar como una cuba, pero no te preocupes, ya no volverá a acercarse a ti. Y besé esos labios, antes pintados de color carmín, antes vivos, cálidos.
El capullo ha tratado de morderme como si fuera un zombi. La gente está muy mal de la cabeza... Hemos caído al suelo casi al mismo tiempo. Puedo ver sus ojos vacíos, sin vida, ese líquido espeso emanando de su boca, y la lengua fuera de ella, el cuerpo retorcido en un gesto casiimposible. Trato de levantarme pero no puedo, no tengo fuerzas, no sé qué me habrá hecho esa zorra pero estoy inmovilizado, nada en mi cuerpo responde, solo la vista, y el oído.
Y oigo pasos, oigo berridos, ese gemido tan familiar ahora. Puedo ver zapatos y pies descalzos aproximándose, se detienen cerca de mí. Risas, quejidos. Puedo ver sus rostros, ojerosos, desencajados, relamiéndose. Veo sus bocas, sus dientes podridos. Caen sobre mí. O ellos, o yo... No seré yo...
EPÍLOGO
Proyecto: 36/20120430-DZ
Finalidad: Reducción población inactiva.
Peligrosidad: Altamente arriesgado.
Posibilidades de éxito: 20%
Resumen: Durante las 96 horas estimadas de duración para las que se programó el desarrollo del proyecto, hemos de constatar que se han cumplido todas las expectativas impuestas, a saber: planteamiento, desarrollo y finalización del virus V1408, canalización de las posibilidades de expansión, salida del individuo cero y contagio masivo controlado. Como consecuencia, el porcentaje de habitantes en terreno nacional ha disminuido en un 48% tal y como estaba previsto.
Pasadas las 96 horas, el virus V1408 se ha evaporado y desaparecido. A partir de ahora se procede a reestructurar el mercado laboral.
Nivel actual de contagio del virus: 0,1%
Resolución: Completado con éxito. Ciertas complicaciones a la hora de exterminar el virus V1408 en la población.
Observaciones a tener en cuenta: Se sigue trabajando para eliminar el 0,1% residual, no sedescarta un posible aumento de dicho porcentaje en las próximas horas o una posible mutación del virus.
Comunicado oficial a los medios informativos: A lo largo de un periodo de cuatro día, la población parece haber contraído algún tipo de enfermedad neurotransmisora que ha incidido de forma repentina sobre sus actos y ha provocado una reacción violenta, lo que ha llevado a un gran sector de la población a atacar o ser atacada de manera salvaje, sin que las autoridades hayan podido reaccionar a tiempo. Por fortuna, pasado el período de 96 horas, la enfermedad ha sido controlada y la población calmada, por lo que no se esperan más bajas inmediatas.
El gobierno sigue trabajando para normalizar la situación.
CUARTO CLASIFICADO
"INTRUSOS INDESEABLES"
POR JAVIER FERNÁNDEZ BILBAO
1
Los hermanos Coburn siempre tenían a punto un par de palabras para designar a todo aquél que probara a poner un pie en sus tierras. Pensaban, que ninguna cosa buena habrían de traer aquellos mercachifles que, de tanto en cuanto, extraviaban sus pasos por la comarca con la equivocada pretensión de colocar su mercancía, vender sus seguros de vida, o sus supuestos productos milagrosos. Pero todo aquello tenía fácil solución en cuanto se azuzaban los mastines y asomaban al sol los relucientes cañones de una Remington 870. Luego estaban los pescadores de almas, los que paseaban la palabra y prometían el fin del mundo portando una biblia bajo el brazo. Esos, no podían ni imaginar que precisamente en aquel lugar y a poco que se lo propusieran, hallarían certidumbre a sus propósitos. En efecto, para ellos, el infierno bien podía extenderse justamente tras aquella descolorida cerca.
Hasta la fecha, en el rancho de los Coburn habían conseguido mantener a raya a toda esa basura sin ningún tipo de apuros, y tenían la intención de que siguiera siendo así.
El menor de los hermanos recorría cada mañana los vastos terrenos de la familia montado en su yegua mestiza de color avellana. Partía al despuntar el sol, para localizar y contar el ganado, y de paso revisar el amplio perímetro de la finca buscando pelo enganchado en el alambre de espino que alertara de la presencia de coyotes. Aquella mañana de otoño, Chris Coburn no hubo de encontrar nada excepcional a lo largo de las dos primeras millas. Llegó hasta bastante más abajo de Saddle Hills, atravesó sus fragosas lindes, y después recorrió la vereda que seguía a derecha e izquierda siguiendo un curso paralelo a Crooked Creek. Dejó su montura bebiendo apaciblemente en un remanso del arroyo, y caminó despreocupado hasta el solitario roble que daba abrigo y sombra a aquella orilla. Aún no eran las ocho de la mañana, pero las tripas le empezaban a refunfuñar. Chris Coburn se volvió a orinar contra el árbol, al tiempo que extraía del bolsillo del chaleco una cajetilla de Paxton mentolados. Sacó un cigarrillo, y lo prensó con unos ligeros golpecitos. Lo prendió con su encendedor Ronson de gasolina y para ayudar el tiro le atizó un par de fuertes bocanadas que precedieron a un leve mareo. El muchacho aspiró con ganas la gratificante vaharada y su cabeza quedó envuelta por una nube de humo azulado.
Chris Coburn se sujetaba la polla mientras el cigarrillo mentolado quedaba colgando de la comisura de los labios. Los ojos le empezaron a escocer por el humo. Tosió un par de veces. Su diestra cerró la bragueta y se volvió rápidamente a sacar el cigarrillo de la boca. Luego se dio media vuelta, cegado aún, y aspiró otro par de caladas con el ansia de terminarlo pronto. Puso la colilla entre unos dedos dispuestos a modo de pequeña catapulta, y la disparó lejos, al agua. El pequeño de los Coburn pensó que cualquier día, Sabastian, su dominante y fastidioso hermano mayor, lo iba a pillar que había fumado. Probablemente después de eso, le partiría la cara sin esperar a oír una sola excusa. No sería la primera ni la última vez que su hermano se propusiera darle un escarmiento, pero con veinticinco años recién cumplidos, Chris ya presumía que tarde o temprano debería ganarse un respeto en la casa, desafiando abiertamente al líder y poniendo en cuestión sus ridículos consejos y órdenes. De hecho, deseaba que llegase el momento de resarcirse de los bofetones, enfrentándose a él con los puños, cara a cara, como haría un hombre. Pero no aquel día. Chris no tenía tanta prisa por que lo moliesen a palos…
2
Sabastian Coburn echó pienso y agua a los mastines. Dio de comer a los terneros. Luego, les tocó el turno a los cerdos. En el establo se tropezó con su madre, que regresaba de su interior con una cesta llena de huevos. Algo después, Sabastian puso en marcha la bomba del pozo y conectó la goma al depósito para llenarlo hasta arriba. A continuación trasegó agua a los bidones y al abrevadero. Se desnudó de medio para arriba, puso el barreño bajo el grifo, lo llenó, e introdujo sus grandes manos en él para echarse abundante agua al rostro y mesarse sus espesas y negras crines. Terminado de asearse, se volvió a la casa portando un cubo de agua limpia. Entró en la habitación de su padre, Roderick Coburn, y lo encontró despierto. Sabastian lo besó en la frente con respeto. Lo desnudó del pijama, y luego lo lavó con una esponja humedecida. Le curó las llagas de los talones, y le suministró por estricto orden una nutrida colección de pastillas, con colores tan pálidos como la piel de su rostro. Después lo vistió con una muda limpia y lo sentó con las piernas por fuera de la cama, teniendo cuidado de no lastimarlo. Con una maniobra perfectamente coreografiada a base de repetir esa costumbre, lo sentó en la silla de ruedas con toda la delicadeza de la que fue capaz.
El patriarca de los Coburn no se quejó apenas nada esa mañana. El señor Roderick apenas pesaba ciento veinticuatro libras para sus seis pies de alto. Sólo hacía dos años, el “anciano” de sesenta y cuatro años había pesado casi el doble. Un hombre fornido, que por culpa de su recia naturaleza había sido castigado con una prórroga a sus sufrimientos, pero que al fin agonizaba vencido por el cáncer que corroía sus entrañas.
Sabastian Coburn lo trasportó hasta la cocina con cuidado de no golpear los pies contra los marcos de las puertas. Una vez allí, lo colocó al frente de la mesa. La señora Coburn ya había dispuesto sobre el mantel una fuente con grandes pedazos de tocino frito, cerveza fría, y un plato de huevos revueltos; y también un cuenco con papilla de harina de maíz con unas gotas de vitaminas disueltas en él. Dafne Coburn colgó un babero al cuello de su esposo y acercó una banqueta para sentarse a su lado. Ella tomó la cuchara y encaró el castigo de hacer que ese hombre tragase un poco de comida.
El mayor de los hermanos Coburn apuró su abundante desayuno y después salió al porche a sentarse en la mecedora. Miró su reloj y lanzó un exabrupto antes de escupir al suelo un resto de tocino que se le quedó atascado entre los dientes. Luego torció el cuello para mirar por la ventana. Su madre sostenía la cuchara inmóvil frente a la boca de Roderick Coburn, que sacudía la boca lentamente removiendo la papilla de un carrillo a otro. La expresión de su rostro cambiaba a cada instante de ese gesto cansado que tenía siempre, a contraerse repentinamente en una mueca de asco. Hasta que pasó lo que ella esperaba. El hombre tuvo dos arcadas y acabó arrojando la papilla sobre las rodillas de su esposa. Ella no movió un músculo. Eso también era parte de la tortura diaria.
Los ojos de la señora Coburn estaban húmedos y enrojecidos. Sabastian de nuevo volvió su rostro al frente, dejando la vista perdida en el horizonte, persiguiendo con su mirada el suave contorno de Saddle Hills. Esperando, en definitiva, que llegase el inútil de su hermano, entretanto maldecía al cielo.
3
Al este de Crooked Creek, entornando media milla hacia arriba y dejando atrás aquel sendero bordeado de matorrales, se abría el estacado a una zona limpia, suave y verde, conocida como Hare´s Path —el sendero de la liebre—. A través de aquel trecho, se mudaba el ganado de una zona de pastos a otra. Y desde esa despejada perspectiva, Chris lograba divisar el paisaje en unas cuantas millas a la redonda. Las reses se habían desplazado lejos, bastante abajo, a una punta de la finca, y ello obligaba a Chris Coburn a cabalgar otro rato para llegar hasta ellas. Eso lo puso de mal humor. El hambre ya apretaba. No era habitual por otra parte, que los animales se marchasen tan lejos a pastar, de no ser que algo los asustara.
Detuvo su yegua a medio camino cuando se percató de algo que colgaba del alambre de espino. Chris Coburn descabalgó y se acercó a ver aquello. El primer pensamiento que le pasó por la cabeza fue que, durante la noche, podían haber rondado por allí ladrones de ganado. Hacía mucho tiempo de la última vez, y en dicha ocasión hubo disparos y hasta un funeral anónimo. Pero todo podía volver a ser. Echó mano a su carabina, por si acaso, y oteó a su alrededor. A continuación se acercó al vallado para observar mejor aquel trapo desgarrado. Era muy raro que alguien, como así parecía, hubiese querido pasar la alambrada por la parte de abajo. Es más, Chris Coburn se convenció de que podían haberlo saltado por encima con facilidad, o cortado con unas cizallas; y si hubieran querido llevarse ganado, habría visto las huellas de neumáticos sobre la hierba. El muchacho examinó la tela con los dedos y notó que el tinte rojo no era sino de sangre. Le entraron unas repentinas ganas de fumar. Observó las marcas que aparecían a la otra orilla de la alambrada. Marcas de punteras de bota clavándose en la tierra, empujando contra el suelo. Hierba arrancada por delante, de manos que se agarran a lo que pueden en pugna por salir hacia adelante. Chris Coburn supuso que aquello eran las señales de alguien que peleó con desesperación por escapar de la trampa. Pensó que, con un poco de paciencia, cualquiera lograría desengancharse del alambre con sus mismas manos, llevándose a todo lo más, algún pinchazo en los dedos; a no ser que fuera muy torpe, claro. Definitivamente, el menor de los hermanos Coburn sacó del bolsillo ese cigarrillo mentolado que ansiaban sus nervios.
No todo era eso. Además, había rastros de sangre seca en la hierba. Quien fuere, se había hecho bastante daño intentando penetrar en la finca de ese modo, provocándose desgarraduras en la carne de la espalda y seguramente una fea herida. Pero eso no le había impedido seguir intentándolo, como si despreciase el dolor. El muchacho se puso en cuclillas, con el cigarrillo en la boca, y retiró el pedazo de tela con la punta de los dedos. El alambre estaba manchado, y una cosa arrugada y de color marrón oscuro pendía del espino como la pupa de un insecto. A Chris Coburn no le hizo falta tocarlo para saber que aquello era en realidad un jirón de piel arrancada. La última sangre que escurrió de la punta pendía en una gotita coagulada como una diminuta uva negra. Chris se incorporó, tosió un par de veces, y se sacó el cigarro de la boca.
—¿Qué estúpido hijo de puta habrá querido pasar arrastras por debajo del alambre? —se preguntó el muchacho para sí, francamente sorprendido. Luego catapultó el cigarrillo a medio terminar contra la hierba aplastada.
Siguió el rastro de salpicaduras llevando su yegua del ramal, convencido de que aún habría más sorpresas. Sin embargo, nada más encontró por el camino una vez las manchas de sangre desaparecieron. Montó de nuevo, y trotó al lugar donde estaban las reses.
El tiempo estaba cambiando rápidamente. El radiante cielo de hacía poco más de una hora tornaba hacia un celaje gris salpicado de espesas nubes, y ya por el horizonte asomaban grandes nubarrones de negros mofletes. Su madre ya había pronosticado con varios días de antelación que se sucederían fuertes lluvias, y no solía fallar en sus predicciones. El reúma de sus huesos no mentía. El joven Coburn no quería entretenerse por más tiempo, y se internó entre un laberinto de vacas tratando de averiguar si faltaba alguna. No le fue fácil concentrarse en la tarea, y hubo de rondar las reses varias veces antes de dar por bueno el conteo. Entretanto, estuvo pensando si debería comentar algo de lo visto a su hermano Sabastian. El idiota no se fiaría de su palabra, y vendría a comprobar en persona que había cuarenta Brown Swiss pastando en la finca. Pobre de él si no lo había hecho bien y pese a todo faltaba alguna. Pero cuando ya tenía casi decidido que no iba a decir nada de lo sucedido, algo más llamó su atención. Lo descubrió en una res que se hallaba extrañamente sola, apartada del resto. Enferma. Chris saltó al suelo y se acercó a la vaca para observar con detenimiento aquellos arañazos sobre la nalga.
El cielo se había cerrado sobre su cabeza. No tardaría en ponerse a llover. Espoleó su yegua y ambos cruzaron rápidamente el terreno raso para luego subir hasta la portilla de la cerca, en Hare´s Path. Por ese lugar daría un buen rodeo para llegar a casa, pero necesitaba comprobar si aquel que había atacado el ganado aún se hallaba por los alrededores.
4
—¡Largo de mis tierras!
—¡Se lo ruego, señor! ¡Por el amor de Dios! ¡Necesitamos su ayuda!
—He dicho ¡FUERA!
—¡Denos refugio, por caridad, aunque sólo sea unas horas! ¡Mis hijos están muy cansados!
—¿Acaso no me han oído? —Sabastian Coburn levantó los cañones de su Remington.
—¿Se atrevería usted a disparar… contra unos niños?
—¡Márchense de una vez!¡Tienen tres segundos antes de que suelte a los perros!
Comenzó a llover, cada vez con más fuerza.
La señora intentaba convencer a su esposo, entre lágrimas, para que hiciese lo que el hombre de los perros les decía. El niño y la niña, visiblemente asustados, se agarraban a la chaqueta de su padre y tironeaban de ella insistentemente rogándole para que se fueran. Aquel hombre sostuvo su mirada fija sobre Sabastian Coburn unos segundos más, sin decir nada, en silencio, haciendo caso omiso de las súplicas y los lamentos de su familia. Una mirada cargada de ira y rencor. El agua comenzó a resbalarse por el ala de su sombrero. Desafiando a su suerte, dio un paso adelante y apoyó sus manos en la cerca de los Coburn. Desde allí lo retó diciéndole:
—No es usted mucho mejor que ellos, ¿sabe? ¡Pero a usted también le cogerán, y entonces, de nada le servirán sus perros! ¡Acuérdese de esto cuando los vea pegados a su puerta…! —el hombre aún se volvió a hablar una última vez— ¡Le deseo que tenga la peor de las muertes posibles, señor…!
Sabastian los vigiló desde el porche de su casa sin bajar la escopeta, mientras aquella gente se daba la vuelta para irse por donde habían venido. El hombre de la barba cogió a su esposa por los hombros, y siguió camino con su familia. El mayor de los Coburn no les perdió de vista hasta que llegaron al cruce de Hawthorn Edge. Caminaban despacio, derrotados, como si no llevasen un rumbo definido, pero no se volvieron a mirar atrás. Un fuerte aguacero comenzó en ese momento a abatirse sobre el rancho de los Coburn, y los intrusos se disiparon en la lejanía tras una espesa cortina de agua.
5
La yegua de Chris Coburn galopaba a toda velocidad volando sobre los charcos del camino. Bastante a lo lejos, divisó el destartalado tractor Minneapolis Moline propiedad de los Jackson. Chris se extrañó de verlo varado en medio del campo con la que estaba cayendo. Tal vez aquel viejo cabrón se había visto sorprendido por el aguacero y había quedado atascado en el barro, o en el mejor de los casos, podía haber sufrido un ataque al corazón y haberla palmado allí mismo, estando solo. Dudó un par de veces antes de detenerse. Le dio unas palmaditas en el cuello a su yegua, que no paraba de resoplar, y luego la obligó a torcer hacia la izquierda, cruzando campo a través. El pequeño de los hermanos Coburn no se resistió a acercarse a mirar. La curiosidad, o quizá la intuición, lo obligaron a correr ese riesgo so pena que los Jackson lo descubrieran internándose su finca, y que entonces se abriese la enésima disputa entre ambas familias. O lo que era hasta peor, encendiendo la chispa de un nuevo enfrentamiento con su propio hermano.
Chris saltó de su yegua e hincó las botas en el barro. Se acercó con cautela para investigar la cabina del tractor. Pudiera ser que el radiador se hubiese quedado sin agua, y que entonces, el viejo Merriman Jackson hubiera debido caminar hasta su casa. Tal vez pensase regresar con herramientas para repararlo una vez amainase el tiempo. O quizá esperase a mañana. Quizá…
La portezuela del otro costado estaba abierta. A Chris le pareció muy raro que el viejo se descuidara tanto y olvidara cerrarla. Rodeó el tractor por la parte de atrás. El arado estaba levantado. Entonces, lo vio. Tumbado boca arriba, apenas veinte yardas más allá de donde estaba el tractor. La vieja y descolorida gorra amarilla con las letras bordadas en negro de Feed Store Bar-B-Q, aparecía pisoteada un poco más lejos del cuerpo. El agua había creado múltiples pequeños charquitos en las huellas de alrededor del cadáver. Al menor de los Coburn le pareció que hubiesen celebrado una fiesta, bailando y saltando entorno al cadáver de Merriman Jackson. El viejo tal vez hubo de verlo todo antes de quedarse sin rostro. Era cierto, su cara había desaparecido. El hueso asomaba en donde debería estar una fea narizota aquejada de rosácea. Le habían sacado los ojos, y los labios parecían haber sido arrancados a mordiscos. Chris hizo un esfuerzo por contener las náuseas, y con morbosa atención continuó observando el cuerpo mutilado del eterno enemigo de los Coburn. Las cervicales eran apenas lo único que mantenía atada la cabeza a los hombros, pues la carne alrededor del cuello había volado. El abdomen había sido vaciado y en su lugar sólo estaba un enorme agujero escarlata, con los pliegues del borde ennegrecidos, e inundado de agua. El pequeño de los Coburn necesitó de un pitillo, pero la lluvia impedía cualquier intento por calmar los nervios. Las manos le temblaban. El viejo y raído buzo verde y con tirantes del viejo Merriman, apenas era la única cosa que conseguía hacerlo identificable. Arrancado en tiras, dejaba al descubierto la ensangrentada entrepierna, para que Chris Coburn, con horror, pudiese observar que le habían arrancado hasta los huevos. Brazos y piernas habían sido mordisqueados, y en definitiva, era como si hubiesen volcado al viejo en un estanque infestado de pirañas y luego hubieran arrojado allí mismo sus despojos.
La yegua de Chris Coburn estaba muy inquieta. Nerviosa. Resoplaba y cabeceaba tironeando de las bridas en un intento de zafarse del nudo que la mantenía atada a la manecilla de la puerta del tractor. Chris se ajustó al cuello el cordón del sombrero en un gesto instintivo, previendo quizá que habría de salir de allí a la carrera. Se acercó al animal y le acarició el lomo mientras sacaba su carabina de la cartuchera.
—Hey, ¿Qué ocurre, so tonta? —la susurró—. Tranquila, chica, no pasa nada. Echaremos un último vistazo, y nos largamos de aquí cagando leches.
El menor de los Coburn rodeó el tractor una última vez con el fin de quedarse más tranquilo. Comprobó que no había nadie cerca de ellos. Estaban en campo abierto y la arboleda más próxima estaba a una media milla de distancia, mirando en dirección noreste. Hubiera querido creer que habían sido alimañas las que le habían hecho eso al viejo Jackson. Pero los coyotes, al menos en el condado de Argleton, no llevaban zapatos. Ni siquiera ese cabrón se merecía una muerte tan espantosa. Chris no tenía ninguna intención de perseguir aquellas pisadas y descubrir qué clase de hijos de puta habían atacado su ganado para después hacer aquella salvajada con Merriman Jackson. Una breve observación le dio a entender que habían sido al menos tres individuos, aunque, ni habían llegado juntos, ni se habían marchado por el mismo lado. Todas las huellas iban y venían partiendo de aquel pequeño bosque que ocultaba el rancho de los Jackson, pero siguiendo extrañas trayectorias separadas. Ante dicha amenaza, Chris tuvo un pensamiento relámpago acerca de lo sensato que sería poner en alerta a todo el mundo cuanto antes. Sin embargo, ningún miembro de los Coburn era bienvenido más allá de sus tierras, ni tenían tratos con nadie excepto con Estela Cudahy, prima segunda de su madre y dueña de la tienda de ultramarinos. Ni siquiera él, Chris Coburn, era bien acogido en la taberna de Duncan cuando se escapaba algún viernes tarde después de comprar pienso, tabaco y balas. Así que pensó que mejor sería que los Jackson se ocuparan del viejo Merriman, mientras los Coburn hacían lo propio con su ganado. Cada cual con sus asuntos, tal y como habían hecho siempre. Si aquellos que habían merodeado a sus vacas la noche antes, se hallaban hoy transitando las tierras de los Jackson, a ellos correspondería poner remedio, aún con más razón, una vez descubriesen lo sucedido a su padre. De hecho, Chris pensó que era una suerte que hubiese sido el viejo Jackson y no una de sus vacas, quien sufriese la ira de esos intrusos indeseables.
Pero Chris Coburn cayó en cuenta que, sin querer, podía haberse metido en un lío de los gordos. Ahí, alrededor del cadáver, también estaban impresas sus huellas, y un poco más allá, las de su yegua. Alguien podría venir otro día a hacerle incómodas preguntas, y eso no iba a gustar nada a su hermano Sabastian.
De pronto, entre medias del rumor de la lluvia golpeteando la tierra, se coló un nuevo y extraño sonido. La yegua del menor de los Coburn se encabritó, y jaló de su atadura hasta el punto que casi arranca la puerta del tractor. Chris se volvió rápidamente con el cañón de la carabina por delante.
Merriman Jackson se removía en el suelo entre violentos espasmos, gorgoteando y escupiendo agua por la tráquea partida. Sus manos se cerraron sobre la tierra empapada y su espalda se arqueó hacia atrás, quebrando el pecho y elevando las costillas, que se abrieron como si fueran pétalos de hueso. El agua contenida en la represa de su abdomen rebosó y resbaló a tierra tintándola toda de rojo. Los puños del viejo golpearon sobre los charcos, a ambos lados, y el rictus de su boca cobró un amenazador aspecto cuando la cabeza sin ojos ni labios ni nariz, se volvió milagrosamente hacia Chris siguiendo el sonido de su garganta.
—¡Por los clavos de Cristo!
Como si el cuerpo del viejo Merriman Jackson fuese atravesado por una corriente de diez mil voltios, se agitó a un lado y a otro, arriba y abajo, vibrando la piel en sus costras, y supurando linfa por las fosas nasales. El viejo Merriman se sacudió del rigor mortis tras representar aquella pirueta de muerte, y volvió a su ser en un miserable amaño de vida. De aquella saldría con un apetito atroz, obligado a buscar carne con qué saciar al hambriento demonio que poseía su cuerpo, regenerar tejidos perdidos, y en definitiva, tomar renovados bríos con qué transitar el apocalipsis desde una posición de privilegio. Desgraciadamente, el deplorable estado en que hubo de quedar le iba a poner las cosas bastante difíciles. Los que fueron antes se habían cebado con él, presa fácil, que ni tan siquiera tuvo la oportunidad de pedir auxilio. Después de todo, le arrancaron la lengua a mordiscos. Al menos, aquel muchacho que ahora huía despavorido, había tenido la consideración de no descerrajarle en mitad del pecho una buena perdigonada y lastimarle más aún de lo que ya estaba. Sin embargo se escapaba lo que habría sido, primero un buen bocado, y luego, un posible compañero de fatigas con quien coordinar la próxima escaramuza. Sea como fuere, aquél se marchaba persiguiendo inútilmente a un caballo que huía desbocado a través de lo que hasta entonces habían sido sus tierras. De momento sólo había un instinto a seguir: aprender nuevamente a coordinar músculo y hueso, a elevarse sobre las tibias desnudas, y caminar haciendo equilibrios en el lodo como si retornase a ser bebé de un año, torpón, hambriento, inquieto… y muy travieso.
6
Sabastian se preparó para ir en busca del idiota de su hermano. Se colgó su larga gabardina color pizarra y se enroscó en la cabeza su sombrero de ala ancha. Partió en mitad del temporal, dejando como responsable a su madre, Dafne Coburn, de la seguridad del rancho. Para ello la aprovisionó con la Mossberg Maverick de ocho tiros, y en vista de la singularidad de la última visita, la instó a no dudar un disparo, antes aún a dar tiempo de que la preguntaran nada.
Trotó cuesta arriba sobre su magnífico caballo azabache, subiendo velozmente hacia Saddle Hills. No quería pensar en nada. Ni bueno, ni malo. Sólo quería encontrarlo y atizarle bien duro por haberse despistado durante tanto tiempo. La mojadura que iba a pillar no le sería en balde. Entonces bajó hacia Crooked Creek, el cual ya descendía turbio y encabritado, con sus orillas muy dilatadas, llegando a acariciar la base del solitario roble que les servía a los Coburn como referencia. Luego entornó el paso media milla hacia arriba, al este de Crooked Creek, para subir en dirección al Sendero de la Liebre. Ni rastro de su hermano. Era difícil distinguir apenas nada en la lejanía. La lluvia caía con la insistencia de un fuerte temporal de otoño y la extraña claridad del suelo tenía más que ver con las sombras del atardecer que con la hora del mediodía. Sabastian Coburn bajó hasta donde se encontraba el ganado, resistiendo estoicamente el aguacero, y poniendo a prueba la fortaleza de su raza, arracimadas unas contra otras, y apenas sin inmutarse ante la llegada del jinete. Todas, excepto una que se hallaba sola, lejos, apartado del rebaño. Enferma. El mayor de los Coburn las contó, y volvió a hacerlo de nuevo antes de decidirse a regresar a Hare´s Path y tomar el camino largo. Ya habría tiempo de ocuparse de aquel animal.
Escupió y maldijo al cielo en cuanto vio la yegua mestiza del idiota de su hermano vagando sola camino de casa.
La cartuchera estaba vacía. Al menos, no había perdido el arma. A Sabastian Coburn sólo se le ocurría pensar en un encuentro fortuito con aquella extraña familia vagabunda que habría de acercarse al rancho esa misma mañana. Tal vez ese idiota había desoído los consejos que insistentemente le repitieron desde niño, de que jamás se fiara de los intrusos. Quizá se acercó demasiado y tuvo algún trato con ellos, de impredecibles consecuencias, dadas las circunstancias. Pero Sabastian supo que más pronto que tarde saldría de dudas. Tomó las riendas de la yegua de su hermano, se arrebujó en su gabardina, se caló el sombrero hacia las cejas, y caminó haciendo frente al temporal de viento y agua sin dejar de estar atento al horizonte.
7
Chris lo vio primero. Dudó entre correr hacia él, o huir de él. Pero poco le iban a importar unos golpes más. Tal vez había llegado el momento de hacerse un hombre, a sabiendas que los palos, pese a todo, estaban asegurados de antemano. De hecho, era un buen momento para confesarse de todos los pecados, y si no fuese por el agua y el viento, encendería un cigarrillo y esperaría fumando su llegada. Lo cierto era que nunca jamás se había alegrado de ver venir a aquel estúpido, pero ahora, anhelaba el tipo de extraña protección y compañía que buscan en su marido las mismas mujeres que se dejan maltratar por ellos. El menor de los Coburn no sabría explicar mejor lo que entonces sentía, salvo por el hecho de que, aún en lo más profundo de su ignorancia, había una frase en concreto que sólo le hizo falta oír una vez —en boca de la prima segunda de su madre—, para recordarla siempre. Y jamás había comprendido su verdadero significado hasta esa lluviosa mañana de otoño, mientras observaba a su yegua huir por delante, y oía aullar a un resucitado Merriman Jackson tras su espalda. Decía algo así: “Un cobarde, es una persona en la que el instinto de conservación aún funciona con normalidad”. Si, así era. Y un corazón cobarde, es como una tumba sin fondo, como la de los cuentos de Bierce, historias que la prima segunda de su madre le contaba cuando era pequeño, y que ahora dormitaban plácidamente en su apocado subconsciente.
—Ya hablaremos seriamente tú y yo… más tarde… Pero ahora, contéstame, so tarado. ¿Dónde te los has tropezado?
—Quieres decir…
—A los intrusos, imbécil. Dime donde los viste.
—No, ¡Jesús! sólo he visto lo que han hecho con el viejo Jackson, y basta… Pero no me hagas regresar a enseñártelo. No creerías lo que he visto, ni lo que ellos son capaces de hacer...
—Eres más gilipollas de lo que me pensaba. Qué sucede con ese cabrón, dilo—. Sabastian se bajó de su elegante caballo de raza Morgan. Avanzó hasta quedarse a dos palmos del rostro de su hermano. Chris lo miró sin saber muy bien qué hacer o qué decir.
—¡Que se lo han comido, joder! E-s-o sucede —Chris al fin estalló con la verdad—. Pero lo peor es que después de muerto se ha levanta…
No acabó la frase. Su hermano lo impidió regalándole un fuerte manotazo justo en toda la boca.
—Do me impodta. Gue me humilles así. Yo sé lo que vi —dijo Chris, llevándose la mano a la herida del labio—. Sólo espego que te enguentdren a ti primero, cabdrón.
—Vámonos. Ya hemos perdido el tiempo bastante. Pero no creas que esta conversación entre los dos ha terminado. Cuando lleguemos a casa ajustaremos cuentas.
—Gue te den por el culo. Yo no iré contigo a ninguna parte. Dame mi yegua y lárgate tú si quieres.
—¿Crees que madre necesita saber que tiene un hijo que es un cobarde? ¿Qué se asusta al ver pasar a un Pastor presbiteriano con una mujer y dos niños? ¿Crees que padre necesita saber que su hijo se larga a la taberna de Duncan a emborracharse, en vez de estar a sus tareas? ¿Qué crees que diría él, dime?
Chris escupió un poco de sangre antes de contestar:
—Él no diría nada porque nunca dice nada. Jamás dijo nada que sirviese de algo. Ni antes, cuando estaba sano, ni ahora que se muere. Sólo recuerdo un padre que nos sacó de la escuela para trabajar en sus malditas tierras justo en cuanto nos cambió la voz. Que cuando estaba borracho nos pegaba por cualquier motivo, lo mismo que a madre, que soportaba todo y que tampoco dio nunca la cara por nosotros.
—Guárdate la lengua, chico. Te la estás jugando…
—No, Sabastian. Ya me da igual que me pegues o no. Antes vas a escucharme… Por culpa vuestra, mis costillas ya no sienten nada. Porque tú, te miras en él como en un espejo, te has vuelto como él, amargado y solitario. Y yo… yo he rezado por las noches pidiendo para que se muriese de una jodida vez; si, las oraciones que Estela nos enseñó de pequeños y que él nos prohibía decir. Porque le odio. Os odio a los dos. Y no, no estoy borracho ni tampoco he visto ningún Pastor presbiteriano con su familia. Si los hubiese visto, quizá me hubiese largado con ellos. Aquí ya sólo hay muert…
Fue lo último que Chris dijo antes de caer redondo después de recibir un puñetazo en el mentón. Sabastian fue a por él, lo agarró de la pechera y lo levantó del suelo. El menor de los Coburn sólo acertó a ver un puño que se volvía hacia atrás para coger impulso. Pero el segundo golpe no llegó. Los caballos comenzaron a relinchar y a patear el suelo, y Sabastian Coburn hubo de soltar a su hermano, e ir corriendo a coger las riendas de su caballo.
—¡Ayúdame imbécil! ¡Se van a escapar!
Chris tardó un par de segundos en reaccionar antes de darse cuenta de lo que ponía nerviosos a los caballos. Entonces, se agarró a la silla como si la vida le fuera en ello, y apenas puso un pie en el estribo para que su yegua saliese al galope. Justo a tiempo. No así su hermano, que inútilmente trató de dominar su caballo, hasta que este le tiró de espaldas. Chris regresó, y podía haberlo ayudado, claro que sí, una vez que consiguió hacerse con su montura. Pero en vez de eso, cogió su carabina y un puñado de cartuchos, y los arrojó a sus pies.
—Lo siento, hermano. Espero que lo logres. Por lo menos tendrás una buena excusa para ajustar cuentas con los hijos de Jackson, y también con sus nuevos amigos. Creo que no les importará mucho. Parece que ahora tienen poco que perder…
. Su yegua pugnaba por escapar. No podía esperar más, so pena de que, finalmente, lo derribara al suelo. Sabastian Coburn lo miró atónito aún caído de culo, mientras tanto aquel que se creía un Coburn se largaba a toda pastilla en dirección a Hare´s Path. No podía creer que lo abandonara allí de esa manera. Pero ahora no podía entretenerse con el cobarde de su hermano. Se levantó, y con toda la prisa de la que fue capaz fue recogiendo los cartuchos esparcidos por el suelo. Cogió la carabina y luego el sombrero que perdió en la caída. Durante unos momentos se quedó observando a aquellos que se le acercaban a paso ligero. Los intentó contar a todos, como podía contar su propio ganado. Pero le faltó el temple necesario y se equivocó varias veces antes de desistir en hacerse con un número exacto. Tal vez eran veinte, tal vez más, caminando en línea, unos más adelantados que otros, trastabillando, tropezando, pero con la firme determinación de darle alcance. Y a ese ritmo lo harían enseguida, sin importar cuantas veces se resbalaran en el barro. Sin importarles la lluvia o el cansancio. Un poco más a lo lejos, como manchas borrosas emergiendo en la bruma, fue apareciendo una segunda línea de engendros. Cada cual portaba encima su propia parcela de dolor y sufrimiento, moviéndose como si fuesen marionetas del mismo diablo, y salidos de cualquier rincón, de cualquier lugar, como almas escupidas del mismísimo infierno.
No más de ciento cincuenta yardas lo separaban de ellos, distancia que se acortaba peligrosamente a cada segundo que pasaba. El mayor de los Coburn creyó ver a Jonas Jackson liderando el grupo, con el cuello partido y las tripas fuera, peleando porque no se le enredaran entre las piernas. Puede que el que viniese detrás fuese su tío Elder, aunque era incapaz de discernir claramente desde aquella distancia, si los rasgos estúpidos que identificaban sin excepción a todos los miembros del clan Jackson, le correspondían a él, o a su primo Donald. Sea como fuere, el mayor de los Coburn comprendió enseguida que, aquello que no podía ser de ninguna de las maneras, realmente estaba sucediendo. Y si como parecía, los muertos ahora podían caminar, lo próximo venía por añadidura. Resultaba obvio que con aquel arma poco podría hacer, salvo protegerse de un ataque a corta distancia. Sabastian nunca antes había tenido que huir de nadie, y no supo muy bien hacia dónde dirigir su carrera. Si consiguiese alcanzar su caballo, al menos podría defenderse con dignidad y despachar a los más adelantados. Pero su Remington estaba demasiado lejos ahora, a lomos de un caballo que aún no había recuperado la calma y continuaba trotando desbocado colina arriba.
8
Primero fue una vaca, luego otra, desperdigadas, vagando por el exterior de la finca. Animales asustados, tanto o más que Chris Coburn o su yegua. Como prueba de ello, estaba esa portilla derribada. El muchacho bajó más abajo del Sendero de la Liebre, intentando tomar la ruta más corta a casa, aún a sabiendas que podía encontrar por el camino cosas que no le iban a gustar. Y en efecto, no tardó en divisar a tres individuos agazapados sobre una vaca tendida en el suelo, moribunda. Estaban comiéndola viva, hincando dientes y uñas, desgarrando sus ubres, lanzando dentelladas a su hocico y a cualquier parte blanda que les quedase a la vista. Poco más allá, otro animal agonizaba entre estertores, libre de los mordiscos por su sangre corrupta. El menor de los Coburn reconoció los arañazos en su nalga y se estremeció de sólo pensar lo que se les venía encima. Pero enseguida descubrió que incluso era posible establecer una escala del caos, en la cual, el muchacho distaba de haber visto lo peor. Si se hubiese detenido allí, en vez de continuar su huida, habría visto cómo se acercaban tres individuos más, aparentemente salidos de la nada, que se unían a la sangrienta bacanal ayudando a abrir el vientre del animal mientras este mugía de forma angustiosa. Al cabo de un rato, tras practicarla una salvaje cesárea e irrumpir violentamente en el interior de su vientre, lograron dar con la placenta. Un ternero de cinco meses humeaba poco después bajo la lluvia. Con apenas una fina capa de lanugo por encima, sus delicadas carnes fueron traspasadas una y otra vez por las criaturas hasta que el nonato acabó completamente despedazado sobre la hierba.
Al menor de los Coburn no le hizo falta estar presente durante aquella orgía de sangre para que dejase de espolear a su yegua. Los bufidos de aquellos animales retumbaban en la pradera dispersándose en ecos difusos, y volaban por el aire hasta él, helándole el corazón. Ni siquiera aquella extraña borrasca se dignaba en esperar a los truenos y así mitigar los espantosos lamentos. Sólo el sonido de los charcos lo distraía, y la cadencia de la lluvia desparramándose sobre todas las cosas. Más allá de eso, calma y soledad. Pasó cerca del viejo roble, en Crooked Creed. Continuó sendero arriba, y convergió en lo más alto de Saddle Hills. Allá, a lo lejos, el rancho asomaba como una siniestra sombra insinuándose tras un velo de agua y neblina. Soledad y silencio. Su montura no había dejado de estar nerviosa, y sólo con fuertes jalones a las riendas conseguía meterla en el camino y hacer que fuese por donde debía.
Bajó trotando colina abajo sin perder más tiempo, surcando atajos por el prado para llegar cuanto antes a su casa. Las pezuñas de su yegua levantaban tras de sí grandes chuletas de césped, dando la sensación de que, más que correr, volaba a través de la pradera. De pronto sonó un fuerte disparo que a punto estuvo de conseguir que su yegua lo tirase al suelo. Resbaló y cabeceó, a un lado y otro, y Chris Coburn no tuvo más remedio que fustigarla bien fuerte con la palma de la mano para hacer que el animal continuase adelante.
Cruzó por el flanco derecho y entró en el establo como una exhalación. Ató fuertemente a su yegua, lo más rápidamente que pudo. Antes de salir se dirigió a la pared donde colgaban las herramientas y se procuró la horca del heno. Salió afuera y cerró las puertas trabándolas con el grueso pasador de madera de modo que las tablas quedasen bien sujetas. Tan pronto lo hizo, echó a correr hacia casa, y vio a su madre en el porche intentando recomponerse del susto. Tenía la escopeta en las manos, y estaba tratando de disparar un segundo tiro, sin éxito. El miedo que sentía en ese momento se lo impedía.
—¡Madre! —Dafne Coburn se sobresaltó. Volvió su rostro, y buscó con la mirada a su hijo pequeño. Estaba histérica.
—¡Sabastian, dónde está! ¡Dios santo! ¡Haz que venga enseguida! —acertó a decir.
—¡Ya estoy ahí, madre! ¿Qué es lo que pasa…? —Chris corrió tanto como pudo.
—¡Llámalo por Dios!
Al doblar la esquina, Chris Coburn vio emerger una cabeza tras el plano de las escaleras. Luego vio apoyar dos brazos sobre el tillado de madera y un torso hundido y empapado en sangre asomó después, de alguien que se levantaba de su caída tras el primer impacto. La señora Coburn chilló de nuevo cuando aquella mano ensangrentada se alargó hacia ella. La criatura siseaba y contraía los labios como una alimaña rabiosa, dejando entrever sus rojas encías. El muchacho llegó desde atrás, y sin pensárselo dos veces, le propinó una lanzada que le atravesó el cuello antes que este terminara de levantarse. Después lo echó hacia un lado, y lo arrastró escaleras abajo mientras la criatura no paraba de bracear como un poseso. Una vez pudo dominarlo echándolo contra el suelo, se ayudó del pie para que los ganchos de la horca llegaran hasta el fondo, clavándolo a la tierra.
—¡Muere hijo de puta! ¡Muere!
—¡Dios nos asista! —exclamó Dafne Coburn señalando al cruce de Hawthorn Edge.
Chris sostenía la cabeza del monstruo hundida contra el barro, mientras su cuerpo se convulsionaba intentando zafarse de la trampa.
—¡Acérqueme la escopeta, madre! ¡Voy a volarle la puta cabeza!
—¡Qué son toda esa gente que viene! ¡Por Cristo Salvador! ¿Dónde está tu hermano…?
Chris volvió la cabeza al prado encharcado. Entonces comprendió que era inútil ensañarse en un solo individuo. Nada los iba a detener. Ni siquiera una escopeta.
—¡Corra madre! ¡Al establo! ¡Tenemos que irnos de aquí enseguida!
—¿Y tu padre? ¿Qué haremos con tu padre, dime?
—No podemos hacer nada por él. Venga conmigo ¡ahora!
—¡No! ¡No lo abandonaré! ¡Si Sabastian estuviese aquí, sabría que hacer para protegernos de los intrusos!
—¡No sea cabezota, madre! ¡Nada puede parar a esos hijos de satanás! ¡Ni siquiera Sabastian! ¡Ellos son la muerte! ¿Acaso no lo ve?
—¡Esperaré a que vuelva! —Dafne Coburn asió la escopeta con una determinación que antes no tenía, enrabietada, dispuesta a hacer frente ella sola a toda aquella marabunta que se acercaba al rancho siguiendo el reclamo del disparo.
—¡Madre, no me joda! ¡Lo único que hará será malgastar munición! ¡Deme el arma y vámonos…!
—¡Juro que si te acercas te vuelo la cabeza a ti también, cobarde! —Dafne Coburn echó los cañones arriba y apuntó a la cabeza del tipo que quiso atacarla primero, y que se incorporaba del suelo con la pala de pinchos aún ensartada en su cuello. Su rostro estaba cubierto por el barro, y sus ojos eran dos canicas hundidas que mantenían la vista fija en ella sin parpadear. Reconoció a su objetivo y le enseñó sus dientes en una sincera declaración de intenciones. Tambaleante, dio un paso y otro más, hacia la escalera. Chris le dejó hacer en un desesperado intento de que su madre comprendiese que nada podía hacerse contra ellos. Pero Dafne Coburn se arremangó el miedo e hizo atronar su escopeta sin pensárselo dos veces. La cabeza de aquel tipo se desgajó en pequeños pedacitos que volaron hacia atrás impregnando la escalera de virutas de carne y salpicaduras. El sujeto cayó de espaldas como un peso muerto, inerte, y rodó hacia abajo en una compleja cabriola. La señora Coburn regresó el arma al hombro y la puso en posición de disparo contra el adalid de la rugiente avanzadilla. Se preparó bien la postura, tensó las piernas, y estiró los dedos uno a uno sobre la chimaza. Elevó un poco el mentón para alinearse con el punto de mira, y disparó.
Una porción de la cabeza se volatilizó hacia atrás salpicando al individuo que venía tras sus pasos. La mandíbula quedó descolgada de ese lado y en donde debiera haber una oreja ahora existía un surtidor que manaba sangre como un géiser. Del ojo no había ni rastro, pero ese, y otra serie de graves desperfectos, ya eran señales de otra batalla.
El menor de los Coburn se encontró en una encrucijada. Le pasaron mil pensamientos por la cabeza, y sabía que iba a tomar una decisión de la que probablemente se arrepentiría siempre. No obstante, estaba seguro de que, aunque se quedara en casa resistiendo hasta el último momento trabajando codo con codo junto a su madre, a la postre les esperaría a los tres el más espantoso de los finales. Aún había una oportunidad de escapar de allí con vida, aunque fuese momentáneamente. Tal vez, el infierno venido de la ciudad los había dado alcance. Pero también cabía la posibilidad de que, fuera de aquellas tierras, realmente hubiese lugares seguros, gente dispuesta a ayudarle, y una posibilidad de salvación. Allá, lejos, nadie conocería a los Coburn, y quizá hubiese quien les diera cobijo. Aunque solo fuese para recuperar el aliento.
9
Sabastian Coburn no pudo pasar de Hare´s Path. Salían de cualquier rincón. Había corrido detrás del maldito caballo hasta quedarse sin resuello. Todo había sido inútil. Obligado a torcer los pasos más allá de sus tierras, llegó a la carretera y continuó adelante como buenamente pudo. Siempre hacia el sur. Caminó durante horas, hasta dejar bien atrás a sus perseguidores. Pero no podía parar. A pesar de que por fin había dejado de llover, sabía que no debía detenerse hasta encontrar un refugio. La tarde caía, la luz se esfumaba por el horizonte, y la oscuridad venía cargada de malos augurios. Durante su penosa huida, hubo de pensar en numerosos asuntos, todos ellos graves. Se acordó de su madre y su padre, y en si podrían resistir apenas unas horas estando encerrados en la casa. También tuvo tiempo de odiar y cavilar una improbable venganza contra aquél que se creía un Coburn. Mientras tanto, todo pasaba por hallar un cobijo donde aguardar escondido a la siguiente jornada. Entonces, tal vez, las cosas pareciesen de otro modo. Quizá todo terminara de repente, tal y como hubo de empezar. Por más que se esforzó, no podía ni imaginarse qué tipo de retorcidos planes les había reservado el destino. Algo hubo de suceder, tan retorcido y cruel como para hacer que los muertos dejasen de estarlo, y con una fuerza tal que dominara su voluntad y los instara a devorar a sus semejantes. El tipo de cosas que si no se ven con los ojos de uno mismo, son imposibles de creer. Una cuestión que, vista en perspectiva, sólo podía concernir al mismo demonio.
Allá, lejos aún, sobre un promontorio. Allí había un depósito elevado de agua. Abajo estaba la granja. Apenas podía ver en dónde ponía los pies, pero se las arreglo para mantenerse en pie evitando los tropiezos tanteando el camino con una vara larga. La oscuridad pugnaba con el silencio por convertir la noche en el profundo fondo de un pozo. Pero poco a poco, casi a tientas, logró ir recortando la distancia. Exhausto, empapado, y helado de frío. A menos de cincuenta yardas de la casa, se encendió una luz. Alguien lo había visto. Sabastian, despojado de su orgullo, pidió ayuda desesperado, algo que nunca imaginó que llegaría a suceder. Un hombre salió de la casa rifle en mano y preguntó por su nombre. Luego preguntó si lo habían mordido. Sabastian respondió a sus preguntas y el hombre lo creyó. Entonces, asomaron tres o cuatro personas más recortándose contra la luz. Otra figura se acercó a él, y entre los dos lo auparon del suelo. Casi arrastras, lo llevaron hasta la casa. Le despojaron de sus ropas mojadas, le sacaron las destrozadas botas dejando al aire unos pies despellejados, y le dieron una manta. Le pusieron delante un plato de comida caliente y le ofrecieron agua. Le dejaron tumbarse en el sofá, y allí cayó rendido de sueño.
La gente de la casa lo observaba sin perder detalle. Entre nebulosas y ligeros desvelos, creyó ver a un matrimonio de ancianos. Él recogió sus botas. Ella lo arropó.
—Debe haber sufrido lo indecible para llegar hasta tan lejos…
—Dejemos que descanse tranquilo…
No estaban solos. Había un hombre de barba que no le quitó ojo durante la cena. También había una mujer joven, que le sirvió agua de la jarra. Y creyó ver dos niños que se frotaban los ojos, desvelados por el revuelo de su llegada. Cruzaron delante de él como dos sombras…
Amaneció un día radiante. Aún era bien temprano. Una camioneta cargada hasta los topes con comida, ropa, gasóleo, munición, y otros múltiples enseres, se preparaba para partir. Al sur. Siempre al sur. Delante había sitio para los dos hombres y el niño. Y detrás, se sentaban dos mujeres y una niña. El motor estaba en marcha. El tubo de escape humeaba con el fresco de la mañana. El hombre anciano preguntó si estaban todos listos. Cerca de allí, ya asomaban los primeros intrusos, arrastrándose, sin prisa pero sin pausa.
—Debemos irnos inmediatamente, señor Morris.
—Dejar todo esto… así, de esta manera… toda mi vida la he pasado en esta casa.
—No piense en eso ahora, señor. Todos estamos desolados. Pero no hay alternativa.
—Lo sé, lo sé… en fin. No pensé que viviría para ver esto. Que la Providencia nos proteja. Al menos, me siento más seguro sabiendo que usted está a mi lado.
—Desde luego, señor Morris, desde luego.
—Ah, ¿Y ese otro señor…? ¿Cree usted que Dios lo aprobará?
—Seguro que sí, señor. Seguro que sí. Está perdido. No olvide que le han arañado. Yo mismo lo vi. Mi esposa lo puede corroborar. Lamentablemente, el diablo ya habita dentro de él.
—¿Le dejó su arma? ¿Rezó por él?
—Lo hice, señor Morris. Ambas cosas. Dios no le castigará si considera quitarse la vida cuando llegue su hora. Hicimos lo que pudimos por él. No le quepa duda. Y rezaremos. Todos rezaremos por él.
—Que Dios le proteja.
Sabastian Coburn se despertó cuando la camioneta rugió fuera. Abrió los ojos. Sus músculos aún estaban entumecidos. Quiso levantarse, pero no pudo. Se revolvió en su asiento a un lado y a otro. Una soga lo mantenía fuertemente atado al sillón. Lo intentó una y otra vez, pero sus manos no podían soltarse aquel nudo. Era imposible. Su arma reposaba a un lado de la mesa junto con los cartuchos. El ansia lo llevó a tirarse al suelo. Y gritó. Gritó tan fuerte como pudo. Pero la camioneta ya estaba lejos. Al cabo de un rato, apareció el primer invitado…
***
Relatos ganadores del concurso...
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